miércoles, 28 de enero de 2015

UN HOMBRE CON UN CHAQUETÓN AMARILLO



Hace unas semanas me encontré con un hombre que siempre consigue lo que quiere. Un  hombre que en caso de naufragio, de forma entusiasta e incluso jovial, tomaría las riendas de la situación y ordenaría perfectamente a los pasajeros en los botes salvavidas, con la misma vivacidad concentrada de un niño inventándose las reglas de un juego.


Era la tarde de Reyes. Yo había quedado para ir a la sesión de las nueve, pero había llegado pronto y en parte para hacer tiempo y para esconderme del frío de la tarde, entré en una de esas  zapaterías baratas de la Calle Montera.

Uno siempre sabe adónde va y camina con determinación cuando anda por la Calle Preciados o la Calle Carmen. Incluso cuando nos cruzamos con miradas a las que la rutina ha vuelto impasibles y transitan por la calle de forma autómata y fantasmagórica hay un orden, un ritmo constante, un fluir de transeúntes armónico y equilibrado. Esto no ocurre así en la Calle Montera, donde todo es un caos de gente que sube hacia la Red de San Luis, o baja hacia Sol, cruzando de un lado a otro de la acera sin ningún propósito, mezclándose con compradores de oro, prostitutas, clientes, policías, “tattoos”,  maletas chinas, tiendas de novias…


Faltaba sólo media hora para que cerrasen la zapatería. En la tienda había pocos clientes y los dependientes, tres jóvenes que no llegaban a los treinta, charlaban de pie alrededor de la caja registradora. Sonaba una emisora de radio a todo volumen, en la que una voz de chica, aguda como los alfileres, presentaba el próximo tema con un entusiasmo que me pareció falso o tal vez sobreactuadamente alegre.

El hombre entró en la zapatería y se dirigió directamente a los dependientes interrumpiendo la conversación.
—¡Muy buenas…! ¿Cordones para zapatos tendréis? ¿Sí?
Era un hombre grande, corpulento, de voz potente y sonora. La pregunta llenó el aire de la zapatería anulando a la locutora de radio; vestía un chaquetón amarillo que me recordó en parte al de los pescadores que aparecían en los antiguos anuncios de Nescafé.
Los dependientes pararon en seco la conversación y se volvieron para mirarle.

—No, eso en algún taller de reparación de calzado, de esos dónde también hacen llaves… o ahí mismo en El Corte Inglés… —contestó el más alto de los tres.

—¡No, por Dios! —exclamó el hombre extendiendo los brazos hacia el frente, abriendo las manos a modo de escudo protector y girando la cabeza hacia un lado como quien tiene delante algo espantoso.

—En la planta sótano, ahí mismo cruzando la calle…—insistió el chico.

—¡Sí… si sé dónde es, pero por Dios! ¿No me harás ir al Corte Inglés justo antes de la noche de Reyes?   ¿Puede haber alguien capaz de meterse allí? —Ahora se llevaba las manos hacia las sienes, negando con la cabeza, y soltando luego los brazos para mirar hacia arriba con gesto de desamparo.

El hombre resultaba cómico y a la vez creíble en su desesperación fingida. Los dependientes no pudieron aguantar una sonrisa y todos los que curioseábamos por  la tienda permanecíamos atentos a la escena; estábamos con él, era una locura entrar en El Corte Inglés a esas horas, y como si fuera “el bueno de la película” queríamos que ganara. Iba acompañado por una mujer que se situó en nuestro mismo plano  y parecía tan divertida como todos los demás.

—¿Para qué tipo de zapatos son? —preguntó el que debía ser el encargado.

—Para éstos —dijo el hombre, y se levantó un poco los pantalones dejando ver unos Camper de ante marrones con cordones verdes y unos calcetines rojos—. No hace falta que sean verdes, unos marrones o de tonos beige también valdrían.

—¿Estos mismos? —dijo el vendedor; sacó de debajo de la caja registradora un par de cordones de tono beige, y se agachó a los pies del hombre para comprobar que iban bien con el color del zapato.

—¡Qué grande, tío… Éstos van de puta madre!

El encargado lanzó el hatillo de cordones al aire y el hombre los agarró al vuelo.—¿Te doy algo, o te doy las gracias…? –preguntó empuñando el hatillo en alto como quien sostiene un trofeo, pletórico de felicidad.

—¡No. Sí, venga… Dame un abrazo! —contestó el chico, sin duda contagiado como lo estábamos todos por el buen humor del hombre.

El vendedor y el hombre se abrazaron, se despidieron alegremente y el hombre y la mujer que le acompañaba se perdieron en el caos de la Calle Montera.

De camino a los cines Ideal la gente se apelotonaba en las aceras comprando los últimos regalos. Los calcetines rojos me daban vueltas en la cabeza. ¿Un Santa Claus disfrazado de hombre que ha olvidado quitarse sus calcetines? ¿Y qué pensaría Mr. Scrooge de haber estado en la zapatería?

2 comentarios:

  1. Pequeños momentos q pintan el alma con el color de la sonrisa. Cuando alguien consigue eso se convierte un poco en Rey Mago ... como le pasó a Scrooge .. :)

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  2. Buen relato y un final que no me esperaba, gracias por la sonrisa que se me ha quedado.

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