Hace unas semanas me encontré con un hombre que siempre
consigue lo que quiere. Un hombre que en
caso de naufragio, de forma entusiasta e incluso jovial, tomaría las riendas de
la situación y ordenaría perfectamente a los pasajeros en los botes salvavidas,
con la misma vivacidad concentrada de un niño inventándose las reglas de un
juego.
Era la tarde de Reyes. Yo había quedado para ir a la sesión
de las nueve, pero había llegado pronto y en parte para hacer tiempo y para
esconderme del frío de la tarde, entré en una de esas zapaterías baratas de la Calle Montera.
Uno siempre sabe adónde va y camina con determinación cuando
anda por la Calle Preciados o la Calle Carmen. Incluso cuando nos cruzamos con
miradas a las que la rutina ha vuelto impasibles y transitan por la calle de
forma autómata y fantasmagórica hay un orden, un ritmo constante, un fluir de
transeúntes armónico y equilibrado. Esto no ocurre así en la Calle Montera,
donde todo es un caos de gente que sube hacia la Red de San Luis, o baja hacia
Sol, cruzando de un lado a otro de la acera sin ningún propósito, mezclándose
con compradores de oro, prostitutas, clientes, policías, “tattoos”, maletas chinas, tiendas de novias…
Faltaba sólo media hora para que cerrasen la zapatería. En
la tienda había pocos clientes y los dependientes, tres jóvenes que no llegaban
a los treinta, charlaban de pie alrededor de la caja registradora. Sonaba una
emisora de radio a todo volumen, en la que una voz de chica, aguda como los alfileres,
presentaba el próximo tema con un entusiasmo que me pareció falso o tal vez sobreactuadamente
alegre.
El hombre entró en la zapatería y se dirigió directamente a
los dependientes interrumpiendo la conversación.
—¡Muy buenas…! ¿Cordones para zapatos tendréis? ¿Sí?
Era un hombre grande, corpulento, de voz potente y sonora.
La pregunta llenó el aire de la zapatería anulando a la locutora de radio;
vestía un chaquetón amarillo que me recordó en parte al de los pescadores que
aparecían en los antiguos anuncios de Nescafé.
Los dependientes pararon en seco la conversación y se
volvieron para mirarle.
—No, eso en algún taller de reparación de calzado, de esos
dónde también hacen llaves… o ahí mismo en El Corte Inglés… —contestó el más
alto de los tres.
—¡No, por Dios! —exclamó el hombre extendiendo los brazos
hacia el frente, abriendo las manos a modo de escudo protector y girando la
cabeza hacia un lado como quien tiene delante algo espantoso.
—En la planta sótano, ahí mismo cruzando la calle…—insistió
el chico.
—¡Sí… si sé dónde es, pero por Dios! ¿No me harás ir al
Corte Inglés justo antes de la noche de Reyes?
¿Puede haber alguien capaz de meterse allí? —Ahora se llevaba las manos
hacia las sienes, negando con la cabeza, y soltando luego los brazos para mirar
hacia arriba con gesto de desamparo.
El hombre resultaba cómico y a la vez creíble en su
desesperación fingida. Los dependientes no pudieron aguantar una sonrisa y
todos los que curioseábamos por la
tienda permanecíamos atentos a la escena; estábamos con él, era una locura
entrar en El Corte Inglés a esas horas, y como si fuera “el bueno de la película”
queríamos que ganara. Iba acompañado por una mujer que se situó en nuestro
mismo plano y parecía tan divertida como
todos los demás.
—¿Para qué tipo de zapatos son? —preguntó el que debía ser
el encargado.
—Para éstos —dijo el hombre, y se levantó un poco los
pantalones dejando ver unos Camper de ante marrones con cordones verdes y unos
calcetines rojos—. No hace falta que sean verdes, unos marrones o de tonos
beige también valdrían.
—¿Estos mismos? —dijo el vendedor; sacó de debajo de la caja
registradora un par de cordones de tono beige, y se agachó a los pies del
hombre para comprobar que iban bien con el color del zapato.
—¡Qué grande, tío… Éstos van de puta madre!
El encargado lanzó el hatillo de cordones al aire y el
hombre los agarró al vuelo.—¿Te doy algo, o te doy las gracias…? –preguntó
empuñando el hatillo en alto como quien sostiene un trofeo, pletórico de
felicidad.
—¡No. Sí, venga… Dame un abrazo! —contestó el chico, sin duda
contagiado como lo estábamos todos por el buen humor del hombre.
El vendedor y el hombre se abrazaron, se despidieron
alegremente y el hombre y la mujer que le acompañaba se perdieron en el caos de
la Calle Montera.
Pequeños momentos q pintan el alma con el color de la sonrisa. Cuando alguien consigue eso se convierte un poco en Rey Mago ... como le pasó a Scrooge .. :)
ResponderEliminarBuen relato y un final que no me esperaba, gracias por la sonrisa que se me ha quedado.
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