—Entropía, eso es de lo único que podemos estar seguros, el
caos, la diáspora de nuestras conciencias, la expansión del Universo, el choque
de Andrómeda con la Vía Láctea…
— ¿El choque de qué? —pregunta ella volviendo en sí de
pronto.
—De galaxias, Andrómeda y la Vía Láctea chocarán dentro de
cuatro mil millones de años. Está confirmado. Cada elemento tiene su coeficiente propio de expansión, la materia y
la no materia, todo, hasta las cosas que uno menos se imagina se expanden, se
disuelven en un magma infinito, todo, hasta el amor, aunque nadie quiera
reconocerlo, el amor también se expande y se pierde por ahí, por algún puto
lugar del Universo.
—Ya…
—¿Te imaginas? Si lo
reconocieran, si alguna vez fueran conscientes, tus padres y los míos y toda
esa gente que piensa que sus vidas se rigen por un orden, que se creen felices
cuando la realidad es que viven con amores expandidos, difuminados… saltarían
por las ventanas…
—¿Por qué tendrían que saltar?
—¡Por lo del amor!
por lo de Andrómeda no creo…
—Pues no sé, no lo veo…tú lo sabes y no saltas…
Son jóvenes. Él es exaltado e incapaz de soportar el peso de
sus propios pensamientos. Ella ni siquiera parece darse cuenta de lo mucho que
le gustan los lugares inverosímiles. Él se ha iniciado a la verdadera tristeza
adulta. Ella vive una vida llena de tabiques y puertas correderas.
El mundo parecía tan distorsionado por el calor, sin nada
real e irreal. El Palentino de la calle del Pez ya estaba abierto o
aún no había cerrado.
Algunos andábamos por ahí como sonámbulos buscando el
fresco de la noche y el consuelo de la madrugada. Reducidos también por el
calor a nuestra condición orgánica, no
éramos más que una maraña de ensamblajes eléctricos moviendo articulaciones
como pasos sobre la acera, un rumor
amordazado de tuberías, un borboteo desde algún lugar remoto, un bombeo
silencioso de la sangre y el café con leche.
El camarero retira las tazas de los chicos que acaban de
marcharse y se apoya sobre la barra de zinc embobado en el ir y venir del
ventilador, la gota de sudor ha dejado
de caer y queda varada en un surco de la frente. Al fondo del bar un hombre de
la época de la movida mira
hacia la calle, como esperando durante todos estos años y en esa misma mesa que
sus colegas aparezcan por la puerta.
Con el amanecer llegan los primeros ruidos invisibles de los
aledaños, de esas calles ocultas con recato detrás de las arrogantes fachadas
de la Gran Vía. En la Calle del Pez las
primeras luces y esa felicidad
de las inmediaciones que ronda como perdida y que de tanto dar vueltas
termina por encontrarte, una felicidad de carretera secundaria, o la felicidad
llena de promesas que planea sobre la sala de cine en el momento en que se apagan
las luces.
Me pregunto si éste será uno de esos momentos
intrascendentes que nos quedan misteriosamente grabados y regresan un
día con mayor plenitud incluso que el día que los vivimos.
De camino a la Gran Vía me adentro en el territorio de lo
real en que el amanecer deja de ser tal cosa para convertirse en una mañana, la
luz emerge con violencia por detrás de
la sombra de las arquitecturas dejando ver el paisaje de oficinas,
aparcamientos, loción after shave y colonia de baño conjurando las pesadillas de la noche calurosa.
Todo cambia, las ciudades cambian y sin embargo algunas
cosas parecen tener la fuerza de seguir siendo las mismas. Cuando paseo por la
Gran Vía me gusta mirar hacia arriba, las fachadas apenas han cambiado; si la
vida consiste en su mayor parte en que nada quiere permanecer allá donde está,
la Gran Vía parece rebelarse a esa inquietud de los cambios, como un ídolo o
alguna clase de dios atemporal observa a la gente ir de acá para allá, a
cualquier lugar, siempre cargando consigo misma.
Qué tiempos, terminábamos la noche desayunando en el Palentino, a algunos de los clientes famosos les corría por las venas mucho más que café con leche.
ResponderEliminarEso me han contado, llegué a la movida al final de su apogeo
EliminarLos que conocimos el Palentino en esa epoca compartimos un secreto costumbrista que se va alejando segun los años entierran los recuerdos. Pero siempre nos quedara Andromeda. Por cierto Carmen, alli hemos estado juntos alguna vez.
ResponderEliminar
ResponderEliminarBuena memoria Antonio, fue precisamente en esa noche de cañas cuando me entraron las ganas de escribir sobre ese bar; un lugar por dónde no parecía pasar el tiempo.
Madrugada en la Gran Vía, los remates en lo alto de las fachadas parecen aún más surrealistas. Bonito paseo y relato, habrá que pasarse por el Palentino, pocos vestigios de la movida quedan.
ResponderEliminar