Acudí al cine Alphaville (nunca será el Golem) hace unos días a ver “Relatos salvajes”. Para quien no la conozca, apuntaré que la película se compone de seis episodios independientes, la mayoría de ellos tratan sobre la
venganza, pero no de ésa que se sirve en plato frío, sino de la que brota desde
la misma víscera con un placer incontenible y sitúa a los personajes en
el precario equilibrio entre la civilización y la barbarie; la
comedia y la violencia generada por los
inevitables conflictos entre las relaciones humanas son el hilo conductor de
todos ellos.
Cuando
salí lloviznaba y sentí ese viento tan molesto que te persigue siempre al
cruzar la Plaza de España; eché a correr sujetando el paraguas como pude hasta
llegar a la boca del metro. El vagón estaba atestado como siempre
a esas horas de la tarde y todavía más tratándose de un día de lluvia. La puerta
se abrió y justo enfrente me encontré con un asiento vacío; a mi alrededor la
gente correteaba para conseguir el suyo, como en ese antiguo juego de las sillas, en el que cuando paraba la
música quien se quedaba de pie perdía. Enfrente iba un señor gordito, que pasaba
largamente los cincuenta y llevaba una cazadora de ante marrón, renegrida
alrededor de los puños, y en la zona de la pechera abrigaba una imponente y
esférica barriga que amenazaba con echar a volar. A su lado quedó un sitio
libre y otro señor aún más gordito se lanzó a ocuparlo, intentado torpemente no
golpear a los viajeros con las bolsas de la Fnac que llevaba en las dos manos.
A pesar del frío y de la lluvia no vestía con ropa de abrigo, sino con una
camiseta roja de Supermán, y calculé que rondaría la misma edad.
Finalmente se empotró en el asiento comprimiendo el espacio
del primer señor gordito, éste dio un respingo y miró a su compañero de viaje
de arriba abajo con evidente disgusto: al fin y al cabo él había llegado “el
primero” y eso le hacía sentirse con más derecho a ocupar un sitio cómodamente
sin ser molestado; en todo caso, las molestias deberían ser para el que llega
“el último”, pero es improbable que exista en el reglamento del transporte
público algún artículo sobre ese tema. Además, también era mala suerte que ese señor
gordito se hubiera sentado justo a su lado y enfrente fueran dos mujeres
flacas, tan confortables; pero tampoco hay un reglamento para la mala o la
buena suerte.
La situación era complicada: en el estrecho cubículo
delimitado por los asientos de plástico azul y las barras amarillas apenas
cabían los dos hombres.
El primero de ellos
alzó los hombros encogiéndose y acomodando los brazos sobre el eminente
abdomen como quien se apoya en un mullido cojín, sus dedos regordetes se
entrelazaban debajo de la barbilla con la actitud de quien piensa en algo muy
complejo. El segundo, ajeno al problema, hablaba por el móvil sin parar de
moverse, estirando la cabeza, sin duda en un movimiento reflejo para buscar
aire, o agachándose con los codos extendidos a los lados, apretujando la enorme
tripa; cada vez que se movía o cambiaba de posición, clavaba el codo derecho en
el brazo izquierdo del otro hombre, que le echaba miradas de reojo, negando con
la cabeza con un gesto de fastidio que
iba en aumento según avanzábamos por las estaciones.
Cuando llegamos a Sol el vagón quedó medio vacío y pude
observar sin obstáculos cómo la mirada del primer señor gordito iba
encendiéndose y el gesto de desagrado se iba transformando en una mueca de
crudo aborrecimiento. Pensé que en cualquier momento iba a explotar como si se tratara de uno
de los “Relatos Salvajes” ; incluso creí verlo levantarse del asiento y
aporrear la salida del vagón gritando: "¡Vilmaaaa…, ábreme la puerta…!
" .”Eso es”, me dije, “¡se parece a John Goodman!”; en ese instante vi que
me miraba e intenté disimular, porque me estaba entrando la misma risa
incontenible que nos había provocado la
película; Szifrón había situado la cámara justo en la perspectiva desde la que
la vulnerabilidad de los personajes resultaba cómica; a la distancia justa en
que somos capaces de reírnos de la muerte o de nuestras propias desgracias. Imposible
no sentir ternura hacia los personajes arrojados a su particular abismo, todos
ellos tan violentamente tiernos.
La siguiente parada era la mía; una vez fuera del vagón
permanecí en el andén esperando que el hombre corriera a ocupar mi asiento
ahora vacío. Sin embargo no se movió; ahora el señor gordito con la camiseta de Supermán
tenía el brazo derecho estirado a lo largo de la ventana, por detrás de su
compañero, como si le rodeara por los hombros. Vistos desde el exterior parecían
una entrañable pareja.
Me ha encantado ese sutil toque de humor negro, la ciudad cobra vida con tus relatos. He pasado un buen rato, qué pena que no durara un par de estaciones más! gracias Carmen.
ResponderEliminarMuy buena la historia, me he quedado con ganas de más...¡buen trabajo y adelante!
ResponderEliminarJuro que yo no era ninguno. Esto está muy bien. Muy, muy bien. Soy Félix.
ResponderEliminarBuen paralelismo con la peli. Parecía que al final la barbarie iba sustituir al costumbrismo
ResponderEliminarComo mirándote en un espejo, puede fastidiarte tanto lo que ves en otro que es tuyo también...brillante..bellos reflejos...gracias
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