lunes, 8 de diciembre de 2014

EN MADRID-RÍO. ME HAS SALVADO LA VIDA



El nuevo parque de Madrid-Río ha recuperado el enfermizo cauce del Manzanares que corría angustiado entre el hormigón y la M-30; sin embargo a su paso por la Avenida a la que da nombre, escoltado por el verde diminuto y brillante de los pinos, las flamantes  arquitecturas  y el jugoso césped, el río desvela sobre su superficie de reflejos ondulantes  las construcciones de ladrillo ennegrecido  y las tristes ventanas de aluminio que poblaban el extrarradio en los años sesenta, como una señora emperifollada para ir de boda que no encuentra taxi y acude a la iglesia escudriñada por las miradas curiosas de los viajeros en un autobús en hora punta.


Salvo algunas excepciones, los parques urbanos siempre me han parecido grandes impostores de la naturaleza, separados del ruido y de la contaminación por una simple verja o incluso sin ella, presumen de contener el aire puro de los bosques o el aroma de los jardines de las casas de campo; los más grandes incluso llegan a imponerse majestuosos dentro  del espacio de la ciudad, con la arrogancia de quien a fuerza de saberse admirado ha terminado por creerse  imprescindible.



Hoy he bajado al río a correr unos cuantos kilómetros en dirección Príncipe Pío, el cielo estaba cubierto de nubes sospechosas y al parecer eso había disuadido a la gente de bajar en masa, porque solo se veían unos pocos corredores, el grupo de las clases de patinaje bajando la cuesta en fila india y algunos ciclistas,  que aprovechaban el vacío carril bici para realizar sus sprints. La zona del parque que más me gusta es la que va desde el Puente de Segovia hasta Príncipe Pío pasando por el Puente del Rey; es la zona del antiguo cauce, afortunadamente se ha conservado la vieja calzada de piedra y los castaños de indias y las acacias son los mismos de hace sesenta años; el río es accesible desde esta zona, conserva  su dimensión doméstica de riachuelo rodeado de casitas bajas con jardines repletos de prunos, que extienden sus copas hacia la calle, a veces se ve a algunos pescadores lanzando la caña.
Cada vez que llego a esta parte del río me alegra saber que no comienza aquí en la ciudad, sino allí arriba en las montañas, cerca de La Bola del Mundo; igual que me alegra no haber sabido nunca dónde termina.

En apenas media hora las nubes se habían vuelto amenazadoras  y comenzaba a anochecer, así que decidí volver  por el margen contrario para atajar cruzando el Paseo de Extremadura. Encima del río el tráfico abarrotaba la calle, al parecer todos los moradores del parque habíamos tenido la misma idea y nos agolpábamos en el semáforo,  un ciclista lo cruzó a toda velocidad cuando apenas acababa de cambiar a verde y algo cayó, rebotó un par de veces en el paso de cebra y vino a parar a mis pies, era un viejo Nokia de los que se abren como una libreta, mi intento de avisarle fue en vano porque además de ir muy por delante llevaba puestos unos auriculares.

 Me pareció extraño que siguiera utilizando uno de esos teléfonos no tan antiguos pero que ya estaban obsoletos; los enormes  auriculares y el equipo de ciclista profesional indicaban que se trataba de un hombre al tanto de las últimas  tecnologías ¿Por qué no usaba un Smartphone? Quizás tuviera uno en casa y utilizara el viejo Nokia para salir con la bici en precaución de perderlo, como le acababa de ocurrir; o quizás era una persona solitaria  y odiaba el Whatsapp; o tal vez era un rutinario  padre de familia al que su mujer seguía llamando al teléfono de la oficina…

 El largo parón en el semáforo y el teléfono perdido que llevaba con extremo cuidado en el bolsillo  me habían desconcentrado y tuve que frenar el ritmo de la carrera, en un momento,  sin saber bien porqué y como una Pandora cualquiera, me vi abriendo el Nokia y pulsando el nombre del primer contacto: “Adolfo Del Campo”, el teléfono sonó unas cuantas veces y una voz de hombre contestó:
— Si…¿Dígame?
—Buenas tardes, he encontrado un móvil y usted está en su lista de contactos. Llamaba por si le fuera posible entregar el teléfono a la persona que lo ha perdido.
—¡Ah…pues no sé…! No tengo su número registrado…
—¡Ah…!
—Trabajo en un banco y quizás sea uno de los clientes, lo siento, pero en este momento no puedo atenderla, buenas tardes.

Pulsé  en la agenda alguien más cercano,  “Ana vecina”:
—¿Si…Hola?
—Hola, he encontrado el móvil de un vecino suyo en Madrid-Río…
—¿Cómo…?
—Sí, que su número está en la agenda de un vecino ciclista…
—Ah…no, no, no tengo ese número, no sé quién puede ser, lo siento, disculpe, adiós adiós.

Terminé de llamar a las personas de la “A” con el mismo resultado;  pasé a los “Josés” y las “Marías”  esperando escuchar  un “¿Qué pasa tío?”; “¡Hola… guapo!”, “¡Antoñito…!” pero tampoco nadie de la “J” o la “M” conocía al ciclista.

Guardé de nuevo el teléfono en el bolsillo mientras seguía andando hacia casa, preguntándome qué hacer en caso de que su dueño no llamara, cuando por fin escuché la sintonía de los viejos Nokia:

—¿Hola…?
—Hola, soy el dueño del teléfono, se me cayó cuando iba por el parque.
—Sí… estaba esperando que llamara, le espero aquí, en el puente del “muelle”.
—¡Gracias, gracias…estoy allí en cinco minutos, voy con la bici! Por favor, sólo cinco minutos…


Tardó menos de cinco minutos en aparecer por el puente, con la camiseta azul reflectante que había visto de espaldas en el semáforo, era bajito, delgado y fibroso, su cara me recordaba a otras caras de ciclistas que a veces se ven en los informativos de deportes.

 —¡Ufff…Gracias, gracias…me has salvado la vida! ¡Soy un desastre, lo pierdo todo!

Sin bajarse de la bici, no paraba de dar las gracias y de disculparse;  me daba las gracias a mí por haberme parado a recoger un teléfono tan viejo; daba las gracias a Dios porque no se hubiera roto con el golpe; se disculpaba porque se estaba haciendo tarde y no quería entretenerme; se disculpaba porque estaba empezando a llover y porque con las prisas no había traído dinero para invitarme por lo menos a un café. Repitió tantas veces “Me has salvado la vida” que estuve a punto de creérmelo.


El chaparrón me ha pillado de lleno subiendo la cuesta, he llegado a casa y he deseado con todas mis fuerzas que el ciclista  no hubiera perdido nada más importante que una agenda vacía, o que en su caso, también hubiera podido recuperarlo.

domingo, 16 de noviembre de 2014

EN LA LÍNEA TRES



   


Acudí al cine Alphaville (nunca será el Golem) hace unos días a ver “Relatos salvajes”. Para quien no la conozca, apuntaré que la película se compone de seis episodios independientes, la mayoría de ellos tratan sobre la venganza, pero no de ésa que se sirve en plato frío, sino de la que brota desde la misma víscera con un  placer incontenible y sitúa a los personajes en el precario equilibrio entre la civilización y la barbarie; la comedia y  la violencia generada por los inevitables conflictos entre las relaciones humanas son el hilo conductor de todos ellos.


Cuando salí lloviznaba y sentí ese viento tan molesto que te persigue siempre al cruzar la Plaza de España; eché a correr sujetando el paraguas como pude hasta llegar a la boca del metro. El vagón estaba atestado como siempre a esas horas de la tarde y todavía más tratándose de un día de lluvia. La puerta se abrió y justo enfrente me encontré con un asiento vacío; a mi alrededor la gente correteaba para conseguir el suyo, como en ese antiguo juego de las sillas, en el que cuando paraba la música quien se quedaba de pie perdía. Enfrente iba un señor gordito, que pasaba largamente los cincuenta y llevaba una cazadora de ante marrón, renegrida alrededor de los puños, y en la zona de la pechera abrigaba una imponente y esférica barriga que amenazaba con echar a volar. A su lado quedó un sitio libre y otro señor aún más gordito se lanzó a ocuparlo, intentado torpemente no golpear a los viajeros con las bolsas de la Fnac que llevaba en las dos manos. A pesar del frío y de la lluvia no vestía con ropa de abrigo, sino con una camiseta roja de Supermán, y calculé que rondaría la misma edad.

Finalmente se empotró en el asiento comprimiendo el espacio del primer señor gordito, éste dio un respingo y miró a su compañero de viaje de arriba abajo con evidente disgusto: al fin y al cabo él había llegado “el primero” y eso le hacía sentirse con más derecho a ocupar un sitio cómodamente sin ser molestado; en todo caso, las molestias deberían ser para el que llega “el último”, pero es improbable que exista en el reglamento del transporte público algún artículo sobre ese tema. Además, también era mala suerte que ese señor gordito se hubiera sentado justo a su lado y enfrente fueran dos mujeres flacas, tan confortables; pero tampoco hay un reglamento para la mala o la buena suerte.
La situación era complicada: en el estrecho cubículo delimitado por los asientos de plástico azul y las barras amarillas apenas cabían los dos hombres.

El  primero de ellos alzó los hombros encogiéndose y  acomodando los brazos sobre el eminente abdomen como quien se apoya en un mullido cojín, sus dedos regordetes se entrelazaban debajo de la barbilla con la actitud de quien piensa en algo muy complejo. El segundo, ajeno al problema, hablaba por el móvil sin parar de moverse, estirando la cabeza, sin duda en un movimiento reflejo para buscar aire, o agachándose con los codos extendidos a los lados, apretujando la enorme tripa; cada vez que se movía o cambiaba de posición, clavaba el codo derecho en el brazo izquierdo del otro hombre, que le echaba miradas de reojo, negando con la cabeza  con un gesto de fastidio que iba en aumento según avanzábamos por las estaciones.

Cuando llegamos a Sol el vagón quedó medio vacío y pude observar sin obstáculos cómo la mirada del primer señor gordito iba encendiéndose y el gesto de desagrado se iba transformando en una mueca de crudo aborrecimiento. Pensé que en cualquier momento iba a explotar como si se tratara de uno de los “Relatos Salvajes” ; incluso creí verlo levantarse del asiento y aporrear la salida del vagón gritando: "¡Vilmaaaa…, ábreme la puerta…! " .”Eso es”, me dije, “¡se parece a John Goodman!”; en ese instante vi que me miraba e intenté disimular, porque me estaba entrando la misma risa incontenible que nos había provocado  la película; Szifrón había situado la cámara justo en la perspectiva desde la que la vulnerabilidad de los personajes resultaba cómica; a la distancia justa en que somos capaces de reírnos de la muerte o de nuestras propias desgracias. Imposible no sentir ternura hacia los personajes arrojados a su particular abismo, todos ellos tan violentamente tiernos.

La siguiente parada era la mía; una vez fuera del vagón permanecí en el andén esperando que el hombre corriera a ocupar mi asiento ahora vacío. Sin embargo no se movió; ahora el señor gordito con la camiseta de Supermán tenía el brazo derecho estirado a lo largo de la ventana, por detrás de su compañero, como si le rodeara por los hombros. Vistos desde el exterior parecían una entrañable pareja.

sábado, 1 de noviembre de 2014

LA FUGITIVA




En la calle Santa Isabel, un poco más abajo de la Filmoteca,  se encuentra  uno de esos cafés-librería  que  surgieron por el centro de la ciudad, y que se han puesto de moda últimamente. Creo recordar que el local  pertenecía a una antigua tienda de ropa, y conserva de aquélla, la esquina en escaparate  y los expositores acristalados en las fachadas, ocupados ahora por libros, revistas y anuncios literarios. El estilo intemporal de las vitrinas, con las maderas teñidas de azul y los cristales envejecidos, se integra de forma natural en el puzle  multicultural en que se ha convertido la calle,  conviviendo con el taconeo flamenco que rompe el aire  a través de las ventanas de la escuela de baile,  los olores castizos del mercado y las voces de los habitantes del barrio llegados de países que antes nos parecían lejanos. Todo ello da a la calle esa sensación de placidez y transitoriedad de un viaje, la de un paseo donde todo es  a la vez nuevo y gastado.

La Fugitiva–así se llama el café-  tiene una estrecha puerta de entrada, empotrada en la fachada que da a la calle principal,  entre los dos grandes escaparates de cristales redondeados,  también es de cristal, pero los carteles con anuncios y consignas de todo tipo, la llenan por completo y apenas dejan ver el interior. Se abre con aquel ligero gemido con el que se abrían antes las puertas de las tiendas  y que hacía que los clientes que  esperaban sin prisas o con resignado aburrimiento, girasen la cabeza todos a la vez  para mirar al recién llegado,  haciéndole sentir a uno tan sospechoso como “el malo”  de una película del Oeste entrando en el “saloon”.



 Pero no es el caso, el local es silencioso salvo por el crujir de la tarima de madera y el murmullo de alguna conversación en las mesas de los escaparates con vistas al exterior. Sin duda es ese silencio el culpable de que magnifique el sonido de la puerta. Acceder de pronto a la quietud de la sala te hace recuperar  tu ser individual y despegarte del amasijo ruidoso de la calle del que formamos parte sin darnos cuenta.

Los libros de las estanterías cubren por completo las paredes, y en el centro, alternando con las columnas de hierro de la antigua tienda, hay dos grandes mesas repletas de ejemplares apilados. Al fondo, entre cajas de té se esconde una pequeña barra.



Casi siempre está lleno, pero hoy al pasar por delante he visto que una de las dos mesitas dentro del escaparate principal, en concreto la de la esquina, la que permite una visión global de todo el local estaba vacía, y me he lanzado a ocuparla sintiendo una ligera excitación de triunfo, por fin había llegado en el momento justo en que quedaba libre la mejor mesa, la mesita ganadora.

Mientras ojeo la carta de tés se acerca la camarera-librera-chica que atiende, es tan delgada que el ancho jersey granate ondea siguiendo sus propios movimientos ajeno al cuerpo que se oculta en el interior, cuando me pregunta qué voy a tomar, compruebo que su voz es tan delgada como su cuerpo y su mirada tan suave como los furtivos pasos que apenas consiguen resonar sobre la tarima cuando anda.

Aún no he decidido qué tomar,” un chocolate” , digo por fin sin mucho convencimiento, entonces me sugiere la oferta de merendar, un té con una de las tartas caseras, en concreto, si le gusta el chocolate, dice, tenemos una tarta vegana  buenísima.  “¿No es así?” Le pregunta al chico que ocupa la mesa junto a la mía. El chico está escribiendo en un portátil, y tiene sobre la mesa la programación de la Cineteca, lleva unos enormes auriculares inalámbricos, que se quita y se pone de vez en cuando, y el brazo y la pierna que puedo ver desde mi lado exhiben grandes tatuajes de colores. Si, está buenísima ­–exclama- si te gusta el chocolate, es puro chocolate. La idea es tentadora, no recuerdo cuánto tiempo hace que no he tomado tarta de chocolate, y aunque no tengo hambre pido la oferta de merendar.

Saco un par de libros del bolso y los coloco encima de la mesa, hasta decidir cual seguir leyendo, mientras llega la chica que atiende, con la tetera y más tarde con la prometida tarta.
           
Echo una nueva mirada por la sala disfrutando de mi sitio privilegiado, empiezo a sentir la mesita como realmente mía, como el que se sienta en su sillón favorito, me pregunto si será por eso por lo que la gente va sola a los cafés ¿quizás para encontrar otras mesas y sillones favoritos?.

Enfrente, pegado a la pared, en el rincón de la derecha, hay otro chico escribiendo, lleva camisa de algodón azul claro, metida por dentro de los pantalones de loneta beige, gafas con montura metálica y el pelo pulcramente cortado al estilo tradicional de las peluquerías de caballeros. Su aspecto formal se corresponde con su actitud concentrada, no aparta la vista de la pantalla del portátil, sobre la mesa tiene un café a medio tomar, seguramente ya frío y al que no hace ni caso. Me recuerda a los opositores que llenan la biblioteca del Ateneo.

 El té verde está en su punto justo de amargura y la tarta verdaderamente es puro chocolate. Apenas la he terminado cuando mi vecino quitándose los auriculares se vuelve y pregunta “¿qué tal la tarta, buena?” “ Buenísima­”, le respondo “ Gracias, ha sido un buen consejo”, y no digo más, aunque el chico me produce la gran curiosidad que siempre me produce la gente que escribe.

Sigo leyendo y a ratos miro por la ventana, la calle está cada vez más concurrida según avanza la tarde, la luz amarilla de las farolas, el golpe seco de las persianas metálicas contra el suelo y los cubos de agua sucia tirados sobre las aceras del mercado, parecen ser la señal para que el ajetreo de los transeúntes se vuelva lento y cambien la expresión decidida de ir a alguna parte, por la de incertidumbre de quien acude a una cita, o vuelve a casa solo, y no sabe cómo se va a sentir.

Vuelvo al libro y a mirar a la calle, mi vecino sigue escribiendo, la camarera-librera-chica que atiende recorre las mesas ofreciendo rellenar la tetera con un poco más de agua y así, aprovechar más la infusión. Es la primera vez que veo hacer eso en un café. No se puede ser más amable.

Mi vecino se levanta y me pide que vigile sus cosas mientras va al baño.
-¿Qué es lo que escribes? – me atrevo a preguntarle por fin cuando vuelve.
- Monólogos- dice- no al estilo americano, sino con más personajes, teatralizados.
-¿Monólogos dialogados?...curioso- digo-.

Se llama Javier, su novia es actriz y han creado una especie de compañía de teatro, Love Nest Entertainment, actúan en salas pequeñas y con la entrada se incluye una consumición.

-¿tú también escribes?- Es bastante más alto de lo que aparentaba, gira un poco la silla hacia mi lado y se sienta apoyando los antebrazos en las rodillas, se lleva una de las manos a la cabeza en un gesto de enderezar la maraña de pelo negro que le cae ante los ojos.

- Más bien lo intento, pero mis personajes nunca se encuentran.

- ¡Ah...ya! Algo así como historias de vidas cruzadas, como esa película… ¿Has visto Paris Je t´aime?

-Sí, vi la película, pero no es eso. Es más el caso de que el asesino y la víctima viven en el mismo edificio, por ejemplo uno en el segundo piso y otro en el noveno. Entran y salen de casa a distintas horas, cuando uno sube en uno de los ascensores, el otro baja por el otro, o por las escaleras…el caso es que no consiguen encontrarse, no hay asesinato y me dejan sin historia.

-¡Jaja…! Es coña ¿no? –Cuando se ríe se inclina hacia adelante mientras con el dedo índice empuja las gafas de pasta hacia los ojos que se van agrandando más y más según se le acercan los cristales.

-Sí, bueno, en parte sí…- le digo a medias sonriendo, a medias excusándome -se trata de personajes que viven en distintos barrios de la misma ciudad y se cruzan constantemente.

- Hummm…quizás podrías poner a uno o dos personajes, “en plan más protagonistas”, que aparezcan en la mayor parte de los relatos y que se encuentran con otros secundarios…

Mi vecino de mesa ha resultado ser un torrente de ideas, las voy anotando en una de las hojas que llevo siempre entre los libros. Durante un buen rato le damos vueltas a tramas cada vez más inverosímiles, cuando me doy cuenta el folio está casi lleno de anotaciones, Javier se pone los auriculares y vuelve a su pantalla.

Sigo leyendo. De una de las mesas del fondo me llegan retazos de una conversación que poco a poco va subiendo de tono. Son dos chicas, una de ellas tiene acento argentino y la otra mexicano. Las dos son muy guapas, tienen ese tipo de belleza silenciosa, que a primera vista puede pasar desapercibida. Por la conversación deduzco que son actrices:

-¡El problema es que vos no creés en ti misma!
-¡No! Ya te dije, el problema es que aunque mi papá consienta en darme la plata, mi mamá siempre estará ahí para impedírselo.
-¡El texto está bárbaro, el director, el equipo, el local es rebueno, vos sos la nueva Audrey!  Y tu viejo, con toda esa guita para llevarse a la tumba…

Suena la musiquita de un móvil. La chica con acento argentino coge el teléfono de encima de la mesa  y sale a hablar a la calle. Desde el ventanal camina arriba y abajo de la acera asintiendo con la cabeza y moviendo la mano que le queda libre con energía, intentando convencer de algo a la persona al otro lado de la línea.

Se está haciendo de noche, la camarera-librera-chica que atiende sale de la trastienda envuelta en un chaquetón de lana gris, y se marcha por Santa Isabel hacia abajo, la vemos desaparecer ante el escaparate cargada con un bolso enorme.

La chica de acento argentino vuelve a entrar al café y se sienta junto a su amiga.

Desde que se ha ido la camarera-librera-chica que atiende, apenas nos damos cuenta, pero todos nos hemos quedado un poco más tristes. Incluso el “opositor” de la esquina está mirando al vacío a través del ventanal, puede que incluso soñando despierto sin una programación previa, una pérdida de tiempo que quizás le costará perdonarse.

Me levanto y voy a pagar a la barra, en sustitución de la camarera-librera-chica que atiende, ahora hay un chico en la caja y otro que recoloca los libros de las mesas.

Me despido de Javier, se quita los auriculares y me da una tarjeta con su web –No dejes de venir a vernos, es aquí al lado- dice- ¡Ah! Y no te olvides de volver a ver París Je t´aime.



                              Para Jacobo, Kike, y Clea, que mantienen a resguardo fugitivos y vagabundos.


lunes, 13 de octubre de 2014

HER




A veces pasa,  que entras en una sala de cine y te encuentras por sorpresa con una película que añadir a tu lista de favoritas. No es recomendable ir a ver esta peli en solitario, pero aquella tarde, topé con ella en mitad de un vagabundeo y no pude resistirme a la mirada melancólica de Joaquin Phoenix.

Entramos en el futuro, es un futuro cercano y fácilmente asimilable (salvo la moda de los pantalones de cintura alta). El hombre como creador de máquinas que se vuelven contra sí mismo.

Me acuerdo de Hal, Hal 9000 nos llevaba directamente al fondo del miedo a través de su ojo-cámara de color rojo; aquí escuchamos a Samantha con su voz amiga y sensual, dispuesta a satisfacer todas las necesidades de su comprador, la máquina se hace humana, y empieza a fallar como los humanos. Hal asesina a los tripulantes de la nave; Samantha desaparece, mata a la mujer ideal de la que Theodore se ha enamorado. También Roy, el replicante nexus 6, arma perfecta de combate, se hace humano y mata cruelmente a sus creadores.

El paisaje onírico de Los Ángeles del futuro y los personajes deambulando ensimismados en sus maquinitas, me hace pensar en la soledad del hombre y su  indefensión ante un mundo de dimensión tan grande que no puede controlar, un mundo abrumador y hostil,  aquél que los románticos representaban por medio de la naturaleza; en el concepto de lo bello y lo sublime; en los paisajes montañosos de  C.D. Friedrich, donde se presenta la idea vida-muerte, aquello que admirar y a la vez a lo que temer, la sensación del ser humano atrapado, que te agarra el corazón como espectador del cuadro.

En este futuro cercano, la naturaleza ha sido sustituida por la ciudad, creada por el hombre a una escala que se le escapa, igual que le superaba la  escala de la naturaleza, esta ciudad artificial, sólo  genera soledad, se vuelve contra sí mismo, como las máquinas.


Los viajeros solitarios de Friedrich nos dan la espalda mirando a las montañas brumosas; y Rutger Hauer desde la oscuridad lluviosa de la azotea nos regala, sin duda, una de las más bellas escenas de muerte de la historia del cine; Theodore y Amy también de espaldas a nosotros, en la azotea frente al anochecer inmenso de Los Ángeles, se apoyan el uno en el otro, y nos dan un mensaje de esperanza, no todo está perdido si en lugar de mirar al abismo miramos cerca, justo al lado, a ese hombro donde podemos apoyarnos, a los amigos.

Dedicado a los amigos, que destruyen los abismos cotidianos.