martes, 26 de mayo de 2015

Tren AVE Valencia-Madrid. Extraviados a 350 km/h




A las  12:40  el  tren Ave con salida de la Estación Joaquín Sorolla, Valencia, parte con destino a la Estación de Atocha, Madrid. Los viajeros ordenados obedientemente según el número de asiento que figura impreso en nuestro billete. Unos minutos antes todo era un caos de seres perdidos buscando su sitio: se encontraron números de asientos duplicados hasta que alguien cayó en la cuenta de que se había equivocado de vagón;  alguno que llevaba asiento de pasillo ocupó la ventanilla; se intercambiaron saludos y disculpas entre el golpeteo de maletas y el roce inevitable de los cuerpos anónimos en ese espacio que iba a  ser fugaz y brevemente compartido.

Delante de mí  una mujer menuda, de la que solo alcanzo a ver una porción de pelo blanco y brillante, mueve la cabeza para dirigirse al hombre sentado a su lado. El hombre tiene ese aspecto falsamente descuidado como  de director de teatro fotografiado en algún suplemento dominical: pelo canoso, americana con camiseta de algodón oscura y gafas  Ray Ban modelo vintage.

Han quedado algunos asientos libres, en concreto toda la fila correspondiente a mi número está vacía, me expando cómodamente, ocupando el sillón contiguo con el bolso grande que llevo siempre en mis viajes dentro y fuera de la ciudad y saco uno de mis libros.

A las 12:50 el hombre de delante se percata de los asientos libres y con una rápida excusa coge todas sus cosas y  va a sentarse en la ventanilla de mi  otro lado del pasillo, dejando a la mujer del pelo blanco y brillante sin nadie con quien hablar. Sobre la mesa desplegable enciende un Mac  de última generación, guarda las Ray Ban en un estuche y saca en su lugar unas gafas  para leer. Ahí está —me digo —justo el tipo de hombre que muchas mujeres calificarían de “maduro interesante”.

A las 12:55, sin duda siguiendo el ejemplo del hombre interesante, una gran parte de los viajeros cambian de sitio abandonando a sus compañeros de viaje, en una auténtica desobediencia civil asaltan las filas de asientos vacíos y se rebelan contra el destino, que entre todos los números al azar  ha elegido los suyos y los ha impreso correlativos en sus billetes. Miro el espacio ocupado por mi bolso, me doy cuenta de que me alegro de que a mi billete no le siguiera un número correlativo,  y sigo con mi lectura sin ninguna interrupción.


La mujer del pelo blanco se levanta y camina por el pasillo hacia el extremo opuesto del vagón, cuando pasa al lado del hombre interesante sonríe con gesto indiferente y sigue adelante con paso resuelto, tratando de no parecer tan decepcionada como se siente.

A las 13:10 la rebelión parece haberse extendido por todo el tren y empiezan a llegan nuevos viajeros de otros vagones;  entre los descontentos con su suerte se encuentra una mujer  de unos veinticinco años que hace su aparición a través de la puerta de cristal y permanece de pie durante unos momentos, examinando los sitios que todavía quedan libres. Una alerta salta de repente entre los usurpadores de asientos —llevan el suficiente tiempo en ellos como para sentirse sus propietarios de pleno derecho— y desvían la mirada hacia cualquier parte, evitando ser invadidos por la nueva amenaza, que se yergue poderosa sobre unos altos tacones, falda de tubo sobre una piernas larguísimas venidas de algún lugar de Europa del Este y su pequeña maleta. En el espacio  para cuatro con la mesa de madera en el centro, solo quedan los  restos de  unos dibujos del niño que cambió de sitio con su madre. La chica coloca su maleta sobre la mesa, saca un espejo y un estuche de maquillaje, se da un toque de barra de labios sobre los labios ya pintados y la vuelve a cerrar.

A las 13:20 el hombre interesante abandona su asiento y sale del vagón pasando por delante de la chica nueva, vuelve enseguida con dos botellas de agua mineral y se sienta enfrente de ella.
Desde mi sitio puedo ver al hombre de espaldas, el elegante corte de pelo, el cuerpo tenso, sin   movimiento, apenas gesticula con las manos cuando le ofrece el agua, ella sonríe de forma tímida, un poco forzada acepta la botella y le da las gracias. El hombre lleva la conversación, ella asiente y de vez en cuando intercala alguna palabra, lo mira atentamente, los ojos son de un verde líquido, el pelo recogido en un moño alto a la moda de los sesenta de un tono entre caoba y pajizo, la palidez casi transparente de su piel, pero sobre todo la expresión de lejanía de su cara me hace pensar en estepas desoladas, deslumbrantes bajo un frío sol de invierno.

A las 13:50 anuncian que dentro de diez minutos llegaremos a la estación de Atocha  y finalizará el viaje, y a continuación la voz repite: “ Llegada a destino, tripulación preparar procedimiento”.



¿Existe un procedimiento para llegar a los destinos? ¿Existe un destino al que someterse? ¿Hay algo más allá, más concreto que las posibilidades tenues, los días arbitrarios, los paseos vagabundos?


A las 14:00 horas los viajeros comenzamos a levantarnos inquietos mientras recogemos nuestras cosas; el hombre interesante añade el teléfono de la chica en la agenda de su Iphone; ella anota el del hombre en un trozo de papel que saca de su bolso.


A las 14:10 a la salida de la estación de Atocha, desde la ventanilla de un taxi el hombre interesante hace un gesto de adiós con la mano, la sonrisa pegada en el cristal  y la mirada más allá de la calle, en algún momento y lugar largamente imaginado ; ella le devuelve el saludo y la sonrisa mientras avanza rápidamente; me adelanta por el lado derecho de la acera con sus largos pasos,  dejando una corriente de aire gélido que baja la agobiante temperatura del viento del Sáhara que ha invadido la ciudad en estos días. 

A las 14:15, en el semáforo de la Glorieta de Atocha 

enfrente del Jardín Botánico, saca un pequeño papel 

de su bolso, lo arruga y lo tira a la papelera.