sábado, 28 de marzo de 2015

En el Café Central. Esto no es una historia de amor



Los inviernos de Madrid son tan tediosamente secos que he empezado a encontrar radiantes los días de lluvia y plomizos los días soleados. Una vez leí  o escuché algo sobre unos iones negativos que se dispersan en la atmósfera cuando llueve y neutralizan la carga positiva de los seres vivos, al parecer, esta compensación  produce un equilibrio en nuestras cargas eléctricas y favorece el que nos sintamos más tranquilos y felices.

Por esta razón o por cualquier otra,  uno de los mayores placeres que encuentro en estos días es lanzarme a la calle con el paraguas y dejarme llevar. El paseo vagabundo me llevó hasta la Plaza Mayor, las tiendas bajaban las persianas y las mesas de las terrazas yacían amontonadas patas arriba atadas por cadenas como insectos en una red.

La noche caía lenta y rítmicamente igual que la lluvia;  ligeras ráfagas de viento me perseguían por los soportales, a veces silbando en silencio, otras veces me sorprendían trayendo consigo las canciones, los sueños, los rostros y las voces de otros tiempos. En el brillo de los adoquines encharcados, más allá del resplandor amarillento de las farolas me parecía ver los colores de los vestidos de verano. Un escalofrío me avisó de un ataque inminente de nostalgia y escapé por la calle Gerona hacia la Plaza de Santa Cruz; la calle de la Bolsa se veía totalmente solitaria y en mi huída fui a dar  a la Plaza del Ángel; en el Café Central esta noche tocaba el “Bob Sands Cuarteto”.


Faltaba media hora para que empezara el concierto y quedaban algunas mesas libres, elegí uno de los sofás pegados a la pared de la izquierda, desde allí hay una buena visión del escenario, del Café y de la calle a través del ventanal. Sonaba música de Jazz, un saxo llenaba el aire con sus notas voluptuosas y aniquilaba todo posible ataque de melancolía, pensé en el saxo como en un enorme cañón disparando iones negativos. Un Martini y un platillo de aceitunas —me dije —, y me asombré al pensar que la vida pudiera ser tan fácil y trivial.

De pronto la lluvia ha arreciado y las pocas personas que caminaban por la plaza han pegado sus espaldas a los ventanales en un intento de protegerse del chaparrón. Ha entrado una pareja, están totalmente empapados salvo la cabeza y el medio cuerpo de cada uno que ha podido refugiarse bajo el paraguas compartido de la chica,  sacuden el agua de sus abrigos y se sientan en una de las mesas junto a la mía, uno enfrente del otro, vienen del teatro, sobre la superficie de mármol han desplegado el programa:

—Lo que es una putada es que hayan estrenado la película el mismo año que la obra, dice él.

—Sí , aunque no tienen nada que ver, la peli da miedo, pero la obra…es que hay momentos en que no te deja ni respirar.

—¿ sí? ¿Has pasado miedo?

—Sí… miedo, miedo, no, ya me entiendes, pero es que en el teatro es… tan real… ¿no?

La camarera ha dejado sobre la mesa el platillo con las aceitunas y una pequeña servilleta sobre la que coloca mi copa. El primer sorbo de Martini tiene la misma calidez que la música,  en la mesa de al lado siguen hablando, ahora sobre películas, citan de memoria  frases de los protagonistas, de algún secundario y recuerdan hasta el mínimo detalle ciertas escenas, la música, el vestuario…, también hablan de novelas, de personajes de comic…como los superhéroes que les gustan, ellos parecen tener el poder de dotar de vida todo lo que tocan, incapaces de aburrimiento.

De pronto él dice:
—Entonces…¿adónde vamos ahora, a tu casa o a la mía?

—¿ tú a tu casa… y yo a la mía…?

—Pero entonces…¡Me has traído engañao!

—No, no, no…te dije que si querías que fuéramos juntos a ver esta obra porque dijiste que te apetecía, y también te dije que iríamos siempre que fueras capaz de no intentar otra vez acostarte conmigo, y dijiste que por supuesto, que a ver si me creía que eras un salido o algo así.

—Sí, sí, y también te dije que me parecía bien, pero que sería más divertido si además de ir al teatro terminábamos la cita con una noche de sexo salvaje en tu casa o en la mía, y tú no dijiste nada.

—¿y?

—Pues eso, que no dijiste que no, o sea que es que si.

—No dije que no porque todos tus emails, traten del tema que sea, terminan siempre con la misma bromita sobre acostarte conmigo.

—¡Claro, claro que te lo digo en todos los emails, pero no es ninguna broma!

Él tiene ese atractivo de los hombres despistados, la americana le cae de cualquier forma sobre los hombros, el pelo algo escaso se retuerce encrespado por la lluvia, lo que le da un aspecto tiernamente desastroso, sus ojos son azules, grandes y expresivos, parece nervioso, sus manos se mueven sin parar, si alguien me preguntara diría que me gusta ese tipo, y lo que es más importante, diría que a la chica también le gusta él.

—Ya veo que no te gusto nada, dice él.

—Claro que me gustas, pero somos amigos y no lo vamos a estropear.

—¡Ah…el clásico de te quiero como amigo!  Pues no sé por qué se iba a estropear, te iba a tratar mejor que esos capullos de internet con los que te lías.

Ella explota en una carcajada que ahoga inmediatamente con un trago de cerveza. Es de esas bellezas rubias de pelo lacio, etéreas, que se deslizan sin hacer ruido, protegidas de sí mismas dentro de una burbuja de majestuosa reticencia.

—Esos  no cuentan, dice  levantando la cara de la caña de cerveza.

—¿Ah no? ¿Cómo que no?, dice él.

—Porque sólo son eso, “capullos de internet”, aparecen y desaparecen con un “click”.

—¡Si, ya…! ¿Y cuando te los estás tirando tampoco cuentan?

—No.

—¿no?

—no.

Se han quedado callados, ella mira  hacia el techo, hacia las lámparas que iluminan la barra, a las notas que flotan en el aire, la mirada va y viene persiguiendo algo, dentro del café hay palabras sobrevolando por encima de las cabezas de la gente, ahora él también las ha visto, las persigue, pero esas palabras tienen alas fuertes y poderosas y escapan por las ventanas hacia la Plaza del Ángel.

La camarera vuelve para que paguemos la cuenta porque va a empezar el concierto. Se van. Él la ayuda a ponerse el abrigo:

—¿Te acompaño a Ópera?

—No hace falta, y con la que está cayendo,  Sol te cae más cerca.

—Que sí, que te acompaño, además de aquí a Sol no, pero a Ópera igual me da tiempo a convencerte de que cambies de idea…

Ella le mira como a punto de regañar a un niño que ha metido las tijeras en un enchufe.

—¡Vale, vale, vale…tú ganas, esto si era una broma!

Salen del café riéndose con esa risa espontánea del que se ríe de sí mismo. Entre los aplausos del público, se apagan las luces y empieza a sonar la música en directo, es buena hora para un  segundo Martini.