Este fin de semana estoy
cuidando a la perrita de un amigo que está de viaje; es un cachorro de golden
retriever de solo tres meses de edad, a
la que han puesto el extraño nombre de “Reunión”. El viernes sobre las siete de
la tarde el conserje de la casa de mi amigo me hace
entrega de unas llaves del piso y de la perrita, con su nota de instrucciones. Mi
amigo vive en el Paseo del Pintor Rosales y el lugar de recreo de los perros y demás habitantes del barrio es
el parque del templo de Debod.
Poder contemplar, tocar las
paredes, pisar los bloques de granito y hasta curiosear dentro de un auténtico
templo del Antiguo Egipto, es algo que me fascinó especialmente cuando vine a
vivir a Madrid; son muchos los paseos vagabundos que recuerdo por el templo en
las noches de verano rodeado de turistas, y deshabitado en los amaneceres de
invierno cuando el agua se congela en el estanque y la brumosa luz de la mañana apenas consigue proyectar una tímida sombra de su misteriosa anatomía. Según avanza el día el templo se va desperezando de su sueño con vuelos de golondrinas y cantos de muecín cruzando el cielo de La Baja Nubia, "¡Cómo tiene que echar de menos el sol de África!", pensamos todos los que paseamos por allí.
La perrita corre desaforada y torpe escaleras
arriba al encuentro de sus amigos; hay
un alboroto inusual de ladridos y un murmullo de personas reunidas a los pies
de la capilla de Adjalamani situada en el interior, junto a la pared norte; unos ojos rojos surgen desde dentro del pequeño habitáculo taladrando la oscuridad que se va extendiendo por el cielo a esta hora de la tarde; el vigilante del templo
entra y sale de la capilla intentando atrapar esos ojos rojos; se trata de un
perro tenebroso y brillante como la noche que aparece y desaparece; algunos cachorros se
han lanzado a cruzar el estanque siguiéndole y corretean nerviosos ladrando
entre los pilonos. No se sabe cómo, porque su acceso está siempre cerrado, el perro ha logrado encaramarse a la terraza
superior de la capilla y desde allí domina todo el promontorio, poderoso, sobrenatural,
autoritario como el mismo dios Anubis convocando a los muertos con sus aullidos
para la ceremonia del peso de las almas.
El vigilante viéndose incapaz de
solucionar la situación ha llamado a los Municipales que se presentan al momento, entrando en el
templo y agarrando uno tras otro los cachorros que se resisten ladrando como
enloquecidos; un yorkshire terrier con coletas y lazos escoceses muerde la mano
de uno de los policías, que en un puro movimiento reflejo se sacude al perro como si fuera un mosquito, lanzándolo al césped
del otro lado del estanque.
—¡Oiga, oiga usted, animal…Que va a matar
a las pobres criaturas! – grita la dueña del Yorkshire, una señora con la voz
tan chillona como el ladrido de su perro.
—¡Esto lo que es, es un abuso de autoridad! —afirma con voz
sonora un señor de traje y corbata,
sujetando por la correa un viejo mastín que contempla la escena con
total indiferencia.
—¡Es ese perro loco otra vez!—
Dice alguien del grupo de los dueños de los perros —¡No deberían dejar que ande
por ahí suelto...hasta que pase algo!.
Dos tipos con rastas y jerseys de lana gorda pasan de largo lanzando una pelota a un pointer de pelo largo y a un braco que corre tras ella con la potencia de un caballo.
El perro sale del templo
triunfante y ajeno al barullo que hay montado a su alrededor y se dirige a la
parte lateral del parque que da a Pintor Rosales, parándose junto a una mujer
que se inclina ligeramente para acariciarle la cabeza y le dice algo al oído;
la mujer lleva un sombrero con redecilla, traje con falda lápiz, medias con costura y zapatos con
tacón de aguja, todo estilo años cincuenta, la calle parece haberse vuelto en
blanco y negro, aparcados en las aceras se pueden ver glamurosos mustangs convertibles,
y enormes buicks con las aletas redondeadas y brillantes; unos hombres con
zapatos bicolor pasan a su lado charlando con cigarrillos sujetos entre los
dedos; ella y su perro caminan elegantes y mundanos, la puedo ver sentada en la
recepción de un hotel, en un país lejano
y exótico, ojeando indolentemente una revista mientras espera que el botones
transporte sus maletas y baúles, y el
perro echado a sus pies con la cabeza erguida, supervisando cada movimiento a su alrededor.
Los ladridos de
Reunión me devuelven a la vida real, corretea detrás de unas lucecitas que
cambian del rojo al verde, esta vez no se trata de unos ojos sino de un
chihuahua pequeño que lleva un collar
“navideño”.
—Es para no perderlo—, dice su
dueña señalando el artilugio como si me hubiera leído el pensamiento.
Saco la bolsa de chuches en un
intento de soborno para que Reunión se acerque y ponerle de nuevo el arnés, “no
debería haberla soltado”, pienso, pero no parecía tan difícil pasear a un
cachorro.
De vuelta a casa, antes siquiera de que me dé tiempo a sacar mi
llave, Bernardo abre la puerta solícitamente con su impecable uniforme azul; el
portal es un maremágnum de espejos, mármoles de colores, reflejos de arañas de
cristal y dorados a los que Bernardo saca brillo con un paño constantemente; la
puerta del ascensor se cierra justo a tiempo de ver que en él viajan la señora
elegante y "Anubis", encima de la cancela dorada la serie de luces se van
encendiendo según sube el ascensor y se para justo en el piso encima del
nuestro.
El apartamento de Fernando ocupa
toda una planta del edificio, debe tener unas veinte habitaciones entre
dormitorios, salitas de estar, despacho, biblioteca, sala de música, gabinete y
una galería acristalada que comunica las diferentes zonas a través de un amplio
patio interior. Algunas habitaciones se comunican entre sí directamente, otras
dan a un largo pasillo y toda la casa en general parece un laberinto de
estancias, cada una de ellas con un color diferente en las paredes, llenas a
rebosar de muebles y antigüedades de sus
antepasados.
En el recibidor, sobre la cómoda
de nogal encuentro unos juegos de sábanas y un edredón junto a una nota: “Elige la habitación que
prefieras, hay cena en la cocina y los bombones que te gustan. Gracias, te debo
una.”
La casa siempre me ha sido
amistosa pero distante; agarrada a la ropa de cama voy paseando de una
habitación a otra, las paredes están
llenas de cuadros y viejas fotografías familiares, “nunca sabrás nuestros
secretos”, parecen decir con cada crujido de la tarima mientras me siguen con
la mirada; el gabinete está presidido por el retrato al óleo de un
antepasado Capitán de navío en la Guerra
de Cuba, tiene el porte aristocrático que reconozco en mi amigo y una viveza
agazapada a la espera de que todos
duerman para saltar del cuadro y ponerse
a trabajar con sus cartas , astrolabios, sextantes, brújulas y demás
instrumentos de navegación que llenan las estanterías; la mirada es irónica, parece intercambiar
mensajes en clave con los ojos redondos de las estatuillas de vudú, y las cuencas vacías
de los fetiches yorubas que cuelgan a su
alrededor.
La señora elegante y “ Anubis” andan de un
lado para otro en el piso de arriba, junto al sonido de los tacones hay otro
desconocido, como un arañar de madera o
un termitero gigante, me siento caer en
un frenesí de aprensión cada vez mayor, necesito encontrar un rincón
tranquilizador para pasar la noche, recuerdo el sofá de terciopelo azul frente
a uno de los balcones que dan a Rosales, aquí la luz de la calle inunda la
estancia y dota a los objetos de una cotidianidad inofensiva, y arrullada por
el suave rugido del tráfico nocturno consigo dormir, se dejan de escuchar una
tras otra las horas del carillón de la entrada. La perrita duerme a mi lado y
da pequeños respingos. No es hasta la
madrugada, cuando los sonidos adquieren esa claridad nítida y estremecida, cuando
creo oír los aullidos de “ Anubis”, o quizás estoy soñando.
Hay algo heroico en la forma en
que algunas calles intentan sobrevivir al paso del tiempo, una rebeldía
polvorienta que se agarra a un pasado
glorioso de uniformes apolillados en los armarios. El Paseo del Pintor Rosales se muestra a veces con ese aire anacrónico de los grandes desfiles militares, de un mundo en el que todo era blanco o negro y la ciudad funcionaba obediente a golpe de reloj.
Por la mañana nos encontramos de
frente con la señora elegante y “ Anubis”, su cara aparece lánguida debajo de
una gruesa capa de maquillaje, y la sombra azul, en lugar de acentuar la mirada solo consigue que sus ojos resulten más perdidos entre los pliegues de sus párpados; ya no lleva los glamurosos tacones sino unos
zapatos planos de lluvia y un abrigo que desborda por completo su pequeño
cuerpo de huesos encogidos por el paso
de los años; el poderoso "Anubis" no es
sino un viejo podenco de caminar tan lento como el de su dueña.
En la acera del Paseo todo es un puro ajetreo de
camareros con chaquetilla colocando las mesas en las terrazas y camionetas de reparto aparcadas en doble
fila; a través de las ramas desnudas de
los árboles el sol de invierno deslumbra con el brillo y la incertidumbre de
los nuevos amantes; Reunión tira del arnés en dirección al parque dando
saltitos impacientes.
Madrid y sus habitantes, capturando los momentos, los detalles. Muy bien narrado!
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