Esta noche al llegar a casa me he dado cuenta de
que hoy, durante todo el día, he ido perdiendo una
tras otra, varias oportunidades de ser completa, al
cien por cien, garantizada y eficazmente feliz.
Era un día soleado pero desapacible. Soplaba el
viento del Norte. Las fuertes rachas hacían volar
melenas y sombreros. El viento infundía en la ciudad
una prisa distinta de la habitual en un día de
trabajo. No era una prisa concreta por llegar a un
determinado lugar a una hora exacta, sino una prisa
por huir, por escapar, por desaparecer. Parecía que
todos estuviéramos en el sitio equivocado, y
caminábamos por la calle, encogidos y apresurados
por llegar a cualquier otro lugar.
Atravesé la Puerta del Sol donde hoy tampoco
paseaba ningún turista. Fue en el cruce de la Carrera
de San Jerónimo, cuando perdí la primera
oportunidad. Entre la aglomeración de gente
esperando en el semáforo, me fijé en una gitana
con un pañuelo negro en la cabeza. En el instante en
que el semáforo cambió a verde y cruzamos el paso
de cebra, puso delante de mis ojos una ramita de
romero y claramente escuché:
—¡ Cómprame la suerte niña, la salud y un novio feo,
que nadie te lo quite!
Llegué a la acera de enfrente empujada por el
tumulto de los peatones. En Espoz y Mina el paso
estaba interrumpido por una multitud que esperaba
junto a la Administración de Lotería. En el escaparate
se leían grandes carteles anunciando un premio gordo:
—“ Si puedes soñarlo, puedes tenerlo”.
Seguí adelante intentando no chocar con nadie por
la estrecha acera de la Carrera de San Jerónimo. Me
dirigía a la Plaza de Canalejas. El café de cristaleras
que hace esquina con la calle Príncipe estaba medio
vacío. Elegí una mesa de las que dan a la plaza.
Reconfortada al fin, a salvo del vendaval. Olía a
napolitana de crema recién hecha. Pedí un café. Me
disponía a abrir uno de mis libros cuando escuché
una voz detrás de mí:
—“¡Para hoy, para hoy cupones… ¿señora un cupón?
llevo el trece y el ocho, me queda el trece, los
últimos para hoy…!
Di las gracias al hombre apenas
sin mirarlo y volví a mi libro.
La camarera andaba por el local
recogiendo tazas vacías
y limpiando las mesas. Se paró
en la que estaba al lado mío, y
al levantar la cabeza la vi
guardarse en el bolsillo del
delantal unos sobrecitos vacíos
de café.
—Son para el concurso —dijo sin que le preguntara
nada— ¿Usted no los envía?
—Pues no…— acerté a decir sin saber muy bien a
qué se refería.
Debía tener unos cincuenta años, era regordeta y
guapa e iba muy maquillada.
—Pues yo no paro de mandarlos, imagínese un
sueldo de dos mil euros para toda la vida…—¡Qué
felicidad! ¿no?
Había quedado en un
lugar no muy lejano a la
cafetería. Cualquier otro
día habría ido paseando
pero ya en la calle, y con
la primera ráfaga de
viento decidí tomar el
metro. Desanduve el camino hasta Sol. A la entrada
el Maestro Sekouba repartía sus propias tarjetas de
propaganda. Era un africano alto.
Su imagen me hizo pensar en algún tipo de árbol. En
sus rasgos no había nada que indicara estar molesto
por el vendaval, se le veía imperturbable y digno.
“ Soluciono todo tipo de problemas. Rapidez, eficacia
y garantía 100%...”
Entré en el metro y de
pronto me vino a la
cabeza algo que leí o
escuché:
“El problema de la
felicidad es que no nos
hace felices”.
Y luego he estado toda la tarde con esa canción
infantil en la cabeza:
Coro: “Buenas…¿ tienen palillos, muchos palillos,
para vender?
Tendero: Sólo tengo un palillo, pregunten en otra
tienda.
— “Buenas…¿ Tienen palillos, muchos palillos, para
vender?
— Sólo tengo una caja, pregunten en otra tienda.
— “Buenas…¿ Tienen palillos, muchos palillos, para
vender?
— Sólo tengo 10 cajas, pregunten en otra tienda.
— “Buenas…¿ Tienen palillos, muchos palillos, para
vender?
— Sólo tengo 100 cajas, pregunten en otra tienda.
— “Buenas…¿ Tienen palillos, muchos palillos, para
vender?
— Sólo tengo 1000 cajas, pregunten en otra tienda…