A las 12:40 el tren
Ave con salida de la Estación Joaquín Sorolla, Valencia, parte con destino a la
Estación de Atocha, Madrid. Los viajeros ordenados obedientemente según el
número de asiento que figura impreso en nuestro billete. Unos minutos antes
todo era un caos de seres perdidos buscando su sitio: se encontraron números de
asientos duplicados hasta que alguien cayó en la cuenta de que se había
equivocado de vagón; alguno que llevaba
asiento de pasillo ocupó la ventanilla; se intercambiaron saludos y disculpas
entre el golpeteo de maletas y el roce inevitable de los cuerpos anónimos en
ese espacio que iba a ser fugaz y
brevemente compartido.
Delante de mí una
mujer menuda, de la que solo alcanzo a ver una porción de pelo blanco y brillante, mueve la cabeza para dirigirse al
hombre sentado a su lado. El hombre tiene ese aspecto falsamente descuidado
como de director de teatro fotografiado
en algún suplemento dominical: pelo canoso, americana con camiseta de algodón oscura
y gafas Ray Ban modelo vintage.
Han quedado algunos asientos libres, en concreto toda la fila
correspondiente a mi número está vacía, me expando cómodamente, ocupando el
sillón contiguo con el bolso grande que llevo siempre en mis viajes dentro y
fuera de la ciudad y saco uno de mis libros.
A las 12:50 el hombre de delante se percata de los asientos
libres y con una rápida excusa coge todas sus cosas y va a sentarse en la ventanilla de mi otro lado del pasillo, dejando a la mujer del
pelo blanco y brillante sin nadie con quien hablar. Sobre la mesa desplegable
enciende un Mac de última generación,
guarda las Ray Ban en un estuche y saca en su lugar unas gafas para leer. Ahí está —me digo —justo el tipo de
hombre que muchas mujeres calificarían de “maduro interesante”.
A las 12:55, sin duda siguiendo el ejemplo del hombre
interesante, una gran parte de los viajeros cambian de sitio abandonando a sus
compañeros de viaje, en una auténtica desobediencia civil asaltan las filas de
asientos vacíos y se rebelan contra el destino, que entre todos los números al
azar ha elegido los suyos y los ha
impreso correlativos en sus billetes. Miro el espacio ocupado por mi bolso, me
doy cuenta de que me alegro de que a mi billete no le siguiera un número
correlativo, y sigo con mi lectura sin
ninguna interrupción.
La mujer del pelo blanco se levanta y camina por el pasillo
hacia el extremo opuesto del vagón, cuando pasa al lado del hombre interesante
sonríe con gesto indiferente y sigue adelante con paso resuelto, tratando de no
parecer tan decepcionada como se siente.
A las 13:10 la rebelión parece haberse extendido por todo el
tren y empiezan a llegan nuevos viajeros de otros vagones; entre los descontentos con su suerte se
encuentra una mujer de unos veinticinco
años que hace su aparición a través de la puerta de cristal y permanece de pie
durante unos momentos, examinando los sitios que todavía quedan libres. Una
alerta salta de repente entre los usurpadores de asientos —llevan el suficiente
tiempo en ellos como para sentirse sus propietarios de pleno derecho— y desvían
la mirada hacia cualquier parte, evitando ser invadidos por la nueva amenaza,
que se yergue poderosa sobre unos altos tacones, falda de tubo sobre una
piernas larguísimas venidas de algún lugar de Europa del Este y su pequeña
maleta. En el espacio para cuatro con la
mesa de madera en el centro, solo quedan los
restos de unos dibujos del niño que
cambió de sitio con su madre. La chica coloca su maleta sobre la mesa, saca un
espejo y un estuche de maquillaje, se da un toque de barra de labios sobre los
labios ya pintados y la vuelve a cerrar.
A las 13:20 el hombre interesante abandona su asiento y sale
del vagón pasando por delante de la chica nueva, vuelve enseguida con dos
botellas de agua mineral y se sienta enfrente de ella.
Desde mi sitio puedo
ver al hombre de espaldas, el elegante corte de pelo, el cuerpo tenso, sin movimiento, apenas gesticula con las manos
cuando le ofrece el agua, ella sonríe de forma tímida, un poco forzada acepta
la botella y le da las gracias. El hombre lleva la conversación, ella asiente y
de vez en cuando intercala alguna palabra, lo mira atentamente, los ojos son de
un verde líquido, el pelo recogido en un moño alto a la moda de los sesenta de
un tono entre caoba y pajizo, la palidez casi transparente de su piel, pero
sobre todo la expresión de lejanía de su cara me hace pensar en estepas
desoladas, deslumbrantes bajo un frío sol de invierno.
A las 13:50 anuncian que dentro de diez minutos llegaremos a
la estación de Atocha y finalizará el
viaje, y a continuación la voz repite: “ Llegada a destino, tripulación
preparar procedimiento”.
¿Existe un procedimiento para llegar a los destinos? ¿Existe
un destino al que someterse? ¿Hay algo más allá, más concreto que las
posibilidades tenues, los días arbitrarios, los paseos vagabundos?
A las 14:00 horas los viajeros comenzamos a levantarnos
inquietos mientras recogemos nuestras cosas; el hombre interesante añade el
teléfono de la chica en la agenda de su Iphone; ella anota el del hombre en un
trozo de papel que saca de su bolso.
A las 14:10 a la salida de la estación de Atocha, desde la
ventanilla de un taxi el hombre interesante hace un gesto de adiós con la mano,
la sonrisa pegada en el cristal y la
mirada más allá de la calle, en algún momento y lugar largamente imaginado ;
ella le devuelve el saludo y la sonrisa mientras avanza rápidamente; me
adelanta por el lado derecho de la acera con sus largos pasos, dejando una corriente de aire gélido que baja la
agobiante temperatura del viento del Sáhara que ha invadido la ciudad en estos
días.
enfrente del Jardín Botánico, saca un pequeño papel
de su bolso, lo arruga y lo tira a la papelera.