Los inviernos de Madrid son tan tediosamente
secos que he empezado a encontrar radiantes los días de lluvia y plomizos los
días soleados. Una vez leí o escuché
algo sobre unos iones negativos que se dispersan en la atmósfera cuando llueve
y neutralizan la carga positiva de los seres vivos, al parecer, esta compensación
produce un equilibrio en nuestras cargas
eléctricas y favorece el que nos sintamos más tranquilos y felices.
Por esta razón o por cualquier otra, uno de los mayores placeres que encuentro en
estos días es lanzarme a la calle con el paraguas y dejarme llevar. El paseo
vagabundo me llevó hasta la Plaza Mayor, las tiendas bajaban las persianas y
las mesas de las terrazas yacían amontonadas patas arriba atadas por cadenas
como insectos en una red.
La noche caía lenta y rítmicamente igual que la
lluvia; ligeras ráfagas de viento me
perseguían por los soportales, a veces silbando en silencio, otras veces me
sorprendían trayendo consigo las canciones, los sueños, los rostros y las voces
de otros tiempos. En el brillo de los adoquines encharcados, más allá del
resplandor amarillento de las farolas me parecía ver los colores de los
vestidos de verano. Un escalofrío me avisó de un ataque inminente de nostalgia
y escapé por la calle Gerona hacia la Plaza de Santa Cruz; la calle de la Bolsa
se veía totalmente solitaria y en mi huída fui a dar a la Plaza del Ángel; en el Café Central esta
noche tocaba el “Bob Sands Cuarteto”.
Faltaba media hora para que empezara el concierto y quedaban
algunas mesas libres, elegí uno de los sofás pegados a la pared de la
izquierda, desde allí hay una buena visión del escenario, del Café y de la
calle a través del ventanal. Sonaba música de Jazz, un saxo llenaba el aire con sus notas
voluptuosas y aniquilaba todo posible ataque de melancolía, pensé en el saxo
como en un enorme cañón disparando iones negativos. Un Martini y un platillo de
aceitunas —me dije —, y me asombré al pensar que la vida pudiera ser tan fácil y
trivial.
De pronto la lluvia ha arreciado y las pocas personas que
caminaban por la plaza han pegado sus espaldas a los ventanales en un intento
de protegerse del chaparrón. Ha entrado una pareja, están totalmente empapados
salvo la cabeza y el medio cuerpo de cada uno que ha podido refugiarse bajo el
paraguas compartido de la chica, sacuden
el agua de sus abrigos y se sientan en una de las mesas junto a la mía, uno
enfrente del otro, vienen del teatro, sobre la superficie de mármol han desplegado
el programa:
—Lo que es una putada es que hayan estrenado la película el
mismo año que la obra, dice él.
—Sí , aunque no tienen nada que ver, la peli da miedo, pero
la obra…es que hay momentos en que no te deja ni respirar.
—¿ sí? ¿Has pasado miedo?
—Sí… miedo, miedo, no, ya me entiendes, pero es que en el
teatro es… tan real… ¿no?
La camarera ha dejado sobre la mesa el platillo con las aceitunas
y una pequeña servilleta sobre la que coloca mi copa. El primer sorbo de
Martini tiene la misma calidez que la música, en la mesa de al lado siguen hablando, ahora
sobre películas, citan de memoria frases
de los protagonistas, de algún secundario y recuerdan hasta el mínimo detalle ciertas escenas, la música, el vestuario…,
también hablan de novelas, de personajes de comic…como los superhéroes que les
gustan, ellos parecen tener el poder de dotar de vida todo lo que tocan,
incapaces de aburrimiento.
De pronto él dice:
—Entonces…¿adónde vamos ahora, a tu casa o a la mía?
—¿ tú a tu casa… y yo a la mía…?
—Pero entonces…¡Me has traído engañao!
—No, no, no…te dije que si querías que fuéramos juntos a ver
esta obra porque dijiste que te apetecía, y también te dije que iríamos siempre
que fueras capaz de no intentar otra vez acostarte conmigo, y dijiste que por
supuesto, que a ver si me creía que eras un salido o algo así.
—Sí, sí, y también te dije que me parecía bien, pero que
sería más divertido si además de ir al teatro terminábamos la cita con una
noche de sexo salvaje en tu casa o en la mía, y tú no dijiste nada.
—¿y?
—Pues eso, que no dijiste que no, o sea que es que si.
—No dije que no porque todos tus emails, traten del tema que
sea, terminan siempre con la misma bromita sobre acostarte conmigo.
—¡Claro, claro que te lo digo en todos los emails, pero no
es ninguna broma!
Él tiene ese atractivo de los hombres despistados, la
americana le cae de cualquier forma sobre los hombros, el pelo algo escaso se
retuerce encrespado por la lluvia, lo que le da un aspecto tiernamente
desastroso, sus ojos son azules, grandes y expresivos, parece nervioso, sus
manos se mueven sin parar, si alguien me preguntara diría que me gusta ese tipo, y lo
que es más importante, diría que a la chica también le gusta él.
—Ya veo que no te gusto nada, dice él.
—Claro que me gustas, pero somos amigos y no lo vamos a
estropear.
—¡Ah…el clásico de te quiero como amigo! Pues no sé por qué se iba a estropear, te iba
a tratar mejor que esos capullos de internet con los que te lías.
Ella explota en una carcajada que ahoga inmediatamente con
un trago de cerveza. Es de esas bellezas rubias de pelo lacio, etéreas, que se
deslizan sin hacer ruido, protegidas de sí mismas dentro de una burbuja de
majestuosa reticencia.
—Esos no cuentan,
dice levantando la cara de la caña de
cerveza.
—¿Ah no? ¿Cómo que no?, dice él.
—Porque sólo son eso, “capullos de internet”, aparecen y
desaparecen con un “click”.
—¡Si, ya…! ¿Y cuando te los estás tirando tampoco cuentan?
—No.
—¿no?
—no.
Se han quedado callados, ella mira hacia el techo, hacia las lámparas que
iluminan la barra, a las notas que flotan en el aire, la mirada va y viene
persiguiendo algo, dentro del café hay palabras sobrevolando por encima de las
cabezas de la gente, ahora él también las ha visto, las persigue, pero esas
palabras tienen alas fuertes y poderosas y escapan por las ventanas hacia la
Plaza del Ángel.
La camarera vuelve para que paguemos la cuenta porque va
a empezar el concierto. Se van. Él la ayuda a ponerse el abrigo:
—¿Te acompaño a Ópera?
—No hace falta, y con la que está cayendo, Sol te cae más cerca.
—Que sí, que te acompaño, además de aquí a Sol no, pero a
Ópera igual me da tiempo a convencerte de que cambies de idea…
Ella le mira como a punto de regañar a un niño que ha metido
las tijeras en un enchufe.
—¡Vale, vale, vale…tú ganas, esto si era una broma!
Salen del café riéndose con esa risa espontánea del que se
ríe de sí mismo. Entre los aplausos del público, se apagan las luces y empieza
a sonar la música en directo, es buena hora para un segundo Martini.