domingo, 23 de octubre de 2016

PRIMER ACCÉSIT DEL CONCURSO DE RELATO BREVE "José Luis Gallego" edición 2016.EL RASTRO UN DOMINGO POR LA TARDE. Las Chicas del Salón de Uñas. RELACIONES LÍQUIDAS




Leo en “Amor Líquido” del sociólogo polaco Zygmunt Bauman: “Cuando uno patina sobre hielo fino, la velocidad es lo único que puede salvarle”. El libro describe el tipo de relaciones interpersonales que se establecen en el mundo actual y que según él, se caracterizan por la falta de solidez, calidez y por una tendencia a ser cada vez más fugaces, superficiales, etéreas y con menor compromiso:

 “Los hombres y mujeres desesperados al sentirse fácilmente descartables y abandonados a sus propios recursos, siempre ávidos de la seguridad de la unión y de una mano con la que puedan contar en los malos momentos, es decir, desesperados por relacionarse. Sin embargo desconfían todo el tiempo de “estar relacionados” y particularmente de estar relacionados “para siempre”, por no hablar de “eternamente”, porque temen que ese estado pueda convertirse en una carga y ocasionar tensiones que no se sienten capaces ni deseosos de soportar, y que pueden limitar severamente la libertad que necesitan –Si, usted lo ha adivinado- para relacionarse…”

El deseo y el amor tienen propósitos opuestos, dice, el amor es una red arrojada sobre la eternidad, el deseo es una estratagema para evitarse el trabajo de urdir esa red, el amor luchará por perpetuar el deseo y el deseo por escapar del amor, porque el deseo lo que se propone es descubrir y poseer al otro y despojarlo de su poder de atracción a partir de ser explorado, familiarizado y domesticado.

 Junto al amor y el deseo habla de LAS GANAS, de su rápida aparición y extinción y cómo en  las relaciones de pareja satisfacer las ganas, sin dedicar tiempo al cultivo de un deseo, deja la puerta abierta a “otras posibilidades románticas” que pueden ser “más satisfactorias y plenas” para concluir con la dura realidad de que como los actos nacidos de las ganas ya han sido profundamente implantados por los enormes poderes del mercado de consumo, seguir un deseo nos conduciría de manera incómoda, lenta y perturbadora hacia el compromiso amoroso.



La tarde se va desmoronando y siento cómo  la lectura me va hundiendo poco a poco en un estado de pesar y ligera desesperanza: intuyo que el final del libro no incluirá ninguna receta mágica que cambie el mundo en que vivimos. De pronto algo, quizás  el espíritu de supervivencia, me impulsa a cerrarlo y salir a la calle. Me miro las manos y me imagino felizmente repantigada en el acogedor salón de uñas del Rastro. ¿Es posible luchar contra el existencialismo pintándose las uñas?  ¡Yo qué sé!  – me digo— pero,  sin ánimo de remover a Sartre y sus camaradas de la tumba, esa simple imagen  se encarga de sacudírmelo de encima como un escalofrío.



Subo por Ribera de Curtidores, es domingo por la tarde,  la calle reaparece con la cara lavada,  libre del bullicio de vendedores y turistas que tan solo unas horas antes  la disfrazaban con una máscara de mundanidad cosmopolita, a esta hora recupera su tranquilidad de pueblo pequeño y se  escucha  de nuevo el silencio, y el gorjeo de golondrinas y vencejos sobrevolando el almez centenario.  


Cerca de la Plaza de Cascorro un grupo de gitanas charlan reunidas en un banco, es reconfortante ver que a solo diez minutos de la Apple Store se sigue  “bajando a tomar el fresco” , quizás sea ésta una costumbre atávica en extinción, pero ¿ Y si por la misma razón que se han puesto de moda las tiendas vintage, se volviera a vivir en la calle, en lugar de quedarse frente a una pantalla chateando o escribiendo en las redes sociales; a tener relaciones en lugar de “contactos”;  a las uniones reales en las que no era legítimo conectarse y desconectarse a conveniencia?

Si según Bauman, el amor marital de la sociedad patriarcal encerró el sexo en una sociedad pacata e hipócrita; el amor libre lo liberó hacia una felicidad sin ataduras en la que volar a la deriva generaba angustia;  y el amor líquido de la sociedad actual lleva la misma careta de falsa felicidad que los dos anteriores, entonces:  ¿Cuál es la respuesta a las relaciones?
En algún momento antes de llegar al cruce de Duque de Alba con la calle Estudios creo encontrar la respuesta: la respuesta es que no hay respuesta, me digo, nos subimos al alambre de las relaciones y miramos hacia abajo esperando encontrar una red formada de respuestas que nos salve de la caída, pero lo único que tenemos son preguntas con las que ayudarnos a mantener el equilibrio.


El Hello Uñas está a punto de cerrar. Una de las chicas me indica sonriente el sillón para la pedicura, introduzco los pies en el yakuzzi, las burbujas empiezan a gorgotear, cierro los ojos dejándome llevar por los sonidos de la sala… solo quedamos cuatro clientas y las esteticistas están relajadas, hablan  en chino y se ríen entre ellas. Pienso en lo agradable de escuchar conversaciones sin entender nada, como el golpeteo de la lluvia sobre la tela del paraguas.


De pronto un sollozo ahogado escapa del último sillón de la fila de pedicura: se trata de una chica de unos treinta años que mira fijamente la pantalla del móvil. A su lado, la amiga  le pasa el brazo por el hombro y le dice algo al oído; el gemido va en aumento, convirtiéndose en un llanto sobrecogedor llegado de un lugar profundo y lejano.

—Que no soy su mujer ideal… pero que si los dos estamos de acuerdo, una relación de follamigos  puede ser muy satisfactoria…y que no entiende porqué sabotear la química que hay entre nosotros cuando lo pasamos tan bien juntos… 

Inevitablemente pienso en Bauman y las “RELACIONES DE BOLSILLO”  que se sacan en caso de necesidad, y se guardan cuando ya no son necesarias, relaciones agradables y breves porque se sabe que no hay que hacer ningún esfuerzo para que sigan siendo agradables durante más tiempo, donde no se necesita hacer nada para disfrutar de ellas, son instantáneas, descartables. 

—Venga, venga…—dice la amiga—si a ti tampoco te gustaba tanto ese tío, no pegabais ni con cola, era cuestión de tiempo que te aburriera y  lo dejaras.

—Eso nunca se sabe… además me estaba ilusionando… y para terminar me suelta lo del carpe diem…Y se queda tan ancho…y  yo ahí, sin enterarme… y pintándome las uñas rosas, cuando nunca me ha gustado el rosa…
Se limpia las lágrimas con el dorso de la mano y se suena en un kleenex que saca del vaquero, parece que se va a tranquilizar, pero arranca de nuevo. Ahora es un llanto silencioso y sofocado de hipidos. Por alguna razón me hace pensar en alguna especie de animal pelágico.

—“No poblema si no gustal colol, señola no poblema, no poblema cambial colol”—. Es admirable la paciencia con que la pequeña china mantiene la sonrisa y se levanta a buscar la paleta de los esmaltes.

—¡La hostia tú, nena, no podemos  llorar así por cada capullo que se nos cruce, porque el planeta entero, no solo Madrid, está lleno de capullos;  si todas las mujeres del mundo lloraran así por su cuota de capullos correspondiente, la que se liaba…! 
La clienta que estaba de espaldas con las manos en el secador de uñas se gira hacia la chica que llora.

—¡Jesús Bendito…La Dama de las Camelias!




Es una gitana de unos cincuenta años, el pelo negro recogido en una tirante cola de caballo que aún mantiene gran parte de su brillo, viste toda de negro: falda de tubo, blusa abotonada y zapatillas de cuña; a los pies tiene un capazo de mimbre, saca una baraja española muy manoseada, le quita cuidadosamente la goma y se la entrega a la chica, baraja, dice, y va extendiendo las cartas en filas y en columnas sobre la mesa de manicura.

—Pues aquí veo que no vuelve…¡échate por donde quieras que éste no te va a querer!

Ahora el llanto de la chica se ha vuelto visceral, orgánico,  impúdico.

—No,  no vuelve, no vuelve…a ver…pero, pero…

—¿Pero qué…? Pregunta secándose las lágrimas con el pañuelo arrugado dentro del puño.

 Dos de las chinas que estaban recogiendo el local  se asoman por encima de la gitana a ver los naipes de colores sobre la mesa; la que me está masajeando los pies se gira a mirar; la que pinta las uñas de la amiga se quita la mascarilla y se acerca con el pincelito en la mano. La gitana, orgullosa de sus flamantes uñas de tres colores sigue apartando cartas del mazo, se produce un silencio, un suspense de imagen congelada.

—Veo otro hombre— dice— alto, moreno…

En ese mismo momento la chica deja de llorar, los ojos enrojecidos se vuelven redondos, transparentes.

— ¿Si? ¿Y quién, cuándo, dónde?

jueves, 18 de febrero de 2016

Entre Sol y Canalejas




   Esta noche al llegar a casa me he dado cuenta de 

que hoy,  durante todo el día,  he ido perdiendo una 

tras otra, varias oportunidades de ser completa, al

cien por cien, garantizada y eficazmente feliz.

Era un día soleado pero desapacible. Soplaba el 

viento del Norte. Las fuertes rachas  hacían volar 

melenas y sombreros. El viento infundía en la ciudad

  una prisa distinta de la habitual en un día de

 trabajo. No  era una prisa concreta por llegar a un 

determinado lugar a una hora exacta, sino una prisa 

por huir, por escapar, por desaparecer. Parecía que 

todos estuviéramos en el sitio equivocado, y 

caminábamos por la calle, encogidos y apresurados 

por llegar a cualquier otro lugar.



Atravesé  la Puerta del Sol donde hoy tampoco 

paseaba ningún turista. Fue en el cruce de la Carrera

 de San Jerónimo, cuando perdí la primera

 oportunidad. Entre la aglomeración de gente

 esperando en el semáforo,  me fijé en una gitana

 con un pañuelo negro en la cabeza. En el instante en

 que el semáforo cambió a verde y cruzamos el paso

 de cebra, puso delante de mis ojos una ramita de 

romero y claramente escuché:

—¡ Cómprame la suerte niña, la salud y un novio feo,

que nadie te lo quite! 

Llegué  a la acera de enfrente empujada por el

 tumulto de los peatones. En Espoz y Mina el paso 

estaba interrumpido por una multitud que esperaba 

junto a la Administración de Lotería. En el escaparate

 se leían grandes carteles anunciando un premio gordo:


—“ Si puedes soñarlo, puedes tenerlo”.


 Seguí adelante intentando no chocar con nadie por 

la estrecha acera de la Carrera de San Jerónimo. Me

 dirigía a la Plaza de Canalejas. El café de cristaleras

 que hace esquina con la calle Príncipe estaba medio

 vacío. Elegí una mesa de las que dan a la plaza. 



 Reconfortada al fin,  a salvo del vendaval. Olía a 

napolitana de crema recién hecha. Pedí un café. Me 

disponía a abrir uno de mis libros cuando escuché 

una voz detrás de mí:

—“¡Para hoy, para hoy cupones… ¿señora un cupón? 

llevo el trece y el ocho, me queda el trece, los 

últimos para hoy…!



Di las gracias al hombre apenas

 sin mirarlo  y volví a mi libro. 

La camarera andaba por el local

 recogiendo tazas vacías

 y limpiando las mesas. Se paró 

en la que estaba al lado mío, y 

al levantar la cabeza la vi 

guardarse en el bolsillo del 

delantal unos sobrecitos vacíos

 de café.

—Son para el concurso —dijo sin que le preguntara 

nada— ¿Usted no los envía?

—Pues no…— acerté a decir sin saber muy bien a 

qué se refería.

Debía tener unos cincuenta años, era regordeta y 

guapa e iba muy maquillada.

—Pues yo no paro de mandarlos, imagínese un 

sueldo de dos mil euros para toda la vida…—¡Qué 

felicidad! ¿no?


Había quedado en un 

lugar no muy lejano a la

cafetería. Cualquier otro

día habría  ido paseando 

pero ya en la calle, y con

la primera ráfaga de 

viento decidí tomar el 

metro. Desanduve el camino hasta Sol.  A la entrada

 el Maestro Sekouba repartía sus propias tarjetas de

 propaganda. Era un africano alto.

Su imagen me hizo pensar en algún tipo de árbol. En 

sus rasgos no había nada que indicara estar molesto 

por el vendaval, se le veía imperturbable y digno. 


“ Soluciono todo tipo de problemas. Rapidez, eficacia

 y garantía 100%...”


Entré en el metro y de

pronto me vino a la

 cabeza algo que leí o

 escuché:

 “El problema de la 

felicidad es que no nos 

hace felices”.

 Y luego he estado toda la tarde con esa canción 

infantil en la cabeza:

Coro: “Buenas…¿ tienen palillos, muchos palillos, 

para vender?

Tendero: Sólo tengo un palillo, pregunten en otra 

tienda.

— “Buenas…¿ Tienen palillos, muchos palillos, para 

vender?

— Sólo tengo una caja, pregunten en otra tienda.

— “Buenas…¿ Tienen palillos, muchos palillos, para 

vender?

— Sólo tengo 10 cajas, pregunten en otra tienda.

— “Buenas…¿ Tienen palillos, muchos palillos, para 

vender?

— Sólo tengo 100 cajas, pregunten en otra tienda.

— “Buenas…¿ Tienen palillos, muchos palillos, para 

vender?

— Sólo tengo 1000 cajas, pregunten en otra tienda…

sábado, 30 de enero de 2016

CALLE DE LEGANITOS



   Hay un supermercado chino en la calle Leganitos, cerca de la Plaza de España,  en el que se puede encontrar todo tipo de productos. Desde los más exóticos, hasta los que empezaron siéndolo, y con el tiempo se han hecho habituales en la cocina occidental. Lo cierto es que esta calle se ha transformado en los últimos años en un mini barrio chino paralelo a  la Gran Vía.


   Yo estaba allí el otro día mirando entre las estanterías del supermercado. Era sábado y hacía fresco. La puerta estaba abierta a la calle. A pesar de que era la hora de la comida había pocos clientes. La tarde era lenta, había como un humor de siesta, de ciudad deshabitada, parecía que todos sus habitantes se hubieran puesto de acuerdo para permanecer callados a la vez, sin quejas, sin expectativas.
   
Los clientes también deambulábamos por la tienda reconcentrados en nosotros mismos, pensativos entre los estantes de té y sopa miso. Al rato, desde la vitrina de  comida envasada llegaban unas voces ásperas :

   —¡Eh, mirad! —exclamó una voz masculina— ¡Aquí es donde esconden las pezuñas de los gatos!

   Hubo graznidos de risas y otra voz contestó:

   —¡Ratas y ratones al jengibre…qué delicatesen!
Eran tres jóvenes de veintitantos años.


   Ante las protestas del encargado empezaron a jugar con los paquetes de comida. Como si fueran pelotas de baloncesto, las hacían volar de unos a otros por encima de la cabeza del chino.


Se veían bien alimentados, vestidos con ropa de marca, exultantes desde algún tipo de superioridad. Parecían incapaces de experimentar cualquier clase de emoción salvo la propia autosatisfacción. A su lado, el encargado de la tienda,  se enfrentaba a ellos:

   —¡No gatos, no latones! ¡Salil tienda llamal policía!

   El encargado era un hombre de unos cincuenta años, enjuto, pequeño, con la cara marcada de arrugas. Daba la impresión de estar liofilizado igual que las algas que colocaba en las estanterías. Como si el tiempo se hubiera ido apoderando de su carne, y  tal vez mediante algún proceso químico, se le pudiera descomprimir y recuperara su estado natural, como las algas al contacto con el agua.


De pronto en la calle se escuchaban voces y risas. Un hombre alto, elegantemente vestido con traje y corbata, sobre el que llevaba un abrigo color camel, ladraba desde la acera de enfrente del supermercado.
    A su alrededor se había formado un círculo de curiosos. Las risas procedían de un grupo de cuatro o cinco hombres y mujeres, que se miraban y se apoyaban los unos en los otros,  encogiéndose y limpiándose las lágrimas con pañuelos de papel. Era una risa descomunal, arcaica, hacía pensar en animales primitivos. Por el contrario, los ladridos del hombre sonaban acompasados, rítmicos, como un lenguaje en clave. El cuerpo erguido, la cabeza levantada mirando al cielo y el ladrido casi musical daban al hombre la apariencia más sensata del grupo.
Desde el balcón de un hotel un hombre fumaba contemplando la escena. Una pareja de policías se acercaba bajando la calle desde la Comisaría. El encargado del supermercado les hablaba con grandes aspavientos.  Uno de los policías llamaba por la emisora, mientras el otro, que parecía desdichado, miraba alternativamente al chino de la tienda y al hombre que ladraba, sin decidirse a cuál de ellos atender.
   La calle cobraba un aspecto extraño, una mezcla desconcertante formada  por ese gran alboroto y por personajes solitarios.  
   Pagué mi caja de té y me fui.