martes, 27 de octubre de 2015

LA TABACALERA. CINE-FORUM LA CLAQUETA





Era un sábado cálido y gris de principios de verano. La ciudad parecía vacía, o quizás las cinco de la tarde era demasiado temprano para que nada pudiera ocurrir en el trayecto desde mi casa hasta la antigua Tabacalera, adonde me dirigía para ver la proyección del documental  “Edificio España”.




El portón estaba cerrado, demasiado temprano, efectivamente. En la puerta contigua, la Sala Oficial de Exposiciones estaba abierta: “Sinestesia, colección olorvisual”. En el cuadernillo explicativo se leía:



“La palabra sinestesia proviene del griego "unión" y "sensación" y nació para dar nombre a la unión de distintos sentidos. Si normalmente olemos los olores, saboreamos los sabores, oímos los sonidos y sentimos el tacto al tocar algo, en muchos casos, el desarrollo nulo o escaso de uno de estos sentidos nos hace desarrollar otro de un modo fuera de lo común. Pero, ¿es posible experimentar sabores al oír palabras? ¿y ver colores al escuchar un sonido? Por supuesto que sí, y eso es algo muy ligado al arte y a la vida misma.”




Para hacer tiempo, y porque intuí que los olores de la vieja fábrica y el fresco que brotaba de sus muros me ofrecían muchas posibilidades para practicar la sinestesia, además del itinerario por los objetos, perfumes y sonidos de la exposición, deambulé por  las galerías desiertas de un lado para otro. Los desconchados de la pared, los marcos repintados de las puertas y la iluminación moderna,  daban al ambiente anacrónico un aire fantasmal. Al rato comencé a escuchar un sonido de pistacho, avellanas, el azul era un color arrugado, el amarillo pinchaba...cuando salí a la calle tuve la inquietante sospecha de que todo se había vuelto sinestésico.








En la nave central del edificio ocupado dos enormes 
altavoces al pie de un escenario vacío llenaban la sala de música trance a todo volumen. En una esquina, dos chicas agarradas a sus latas de cerveza cabeceaban mirando al suelo, siguiendo el ritmo con movimientos hipnóticos. Aún era demasiado temprano, sí, pero la sensación de que a esa fiesta no iría nadie se iba transformando en certeza a cada momento, y la fiesta, la nave, y todo el espacio tomaba un sabor mohoso, triste, por alguna razón pensé que ese debía ser el sabor de los lugares derrotados.



Recorrí las galerías buscando el local de La Claqueta, las salas de ensayo estaban cerradas, excepto una de ellas en la que se leía sobre la puerta “música africana”, dentro alguien dormía la siesta en un sofá mientras sonaban los 40 principales.




Aquella tarde los corredores vacíos devolvían a la Tabacalera su condición de edificio largamente abandonado. Por fin conseguí llegar a La Claqueta, el lugar parecía ser el único  con vida de toda la fábrica, los asistentes se saludaban y hablaban con agitación, algunos se besaban efusivamente. Encontré una butaca  libre en la segunda fila, el ambiente festivo que me rodeaba me produjo la sensación visual de una jarra de cerveza, las burbujas minúsculas subían a la superficie, ligeras y despreocupadas, y flotaban alegremente entre la espuma.




Al poco rato un chico de gafas y barba surgió de algún lugar y presentó el documental sobre el desmantelamiento del Edificio España.  Una película de un edificio abandonado dentro de otro edificio abandonado —pensé— y me vino a la memoria el mensaje de WhatsApp que me envió una amiga poeta:



“Abandonamos edificios y ocupamos otros nuevos, con la esperanza de tener mejores vistas, pero cuando llegamos a nuestra nueva casa, y limpiamos el yeso y las gotas de pintura que los obreros han dejado en las ventanas, lo único que encontramos en el cristal reluciente, es el reflejo de nosotros mismos.”



Cuando le pregunté si estaba escribiendo un nuevo poema  me respondió:



—No, me he mudado de apartamento.





El documental acabó y salimos a la calle desandando las galerías, de vez en cuando nos cruzábamos con alguien, en la nave central las dos chicas se habían ido y no había música, un grupo de ocho o diez  personas hablaban alrededor de unas cestas con verduras.



En la acera, el chico de gafas y barba, nos indicó un bar donde tomar algo y comentar la película. Atardecía y las sensaciones sinestésicas iban desapareciendo y convirtiéndose en reales, como las conversaciones animadas, el camión de la basura,  y los besos efusivos con los que nos despedimos ya en mitad de la noche,  mientras un furgón cisterna del Ayuntamiento regaba la calle, otra vez vacía.






            Para los vagabundos : Jesús (el chico de gafas y barba), José Félix y Elena.

                               http://latabacalera.net/category/cine-forum-social/
                               

viernes, 31 de julio de 2015

La Gran Vía. Inmediaciones





—Entropía, eso es de lo único que podemos estar seguros, el caos, la diáspora de nuestras conciencias, la expansión del Universo, el choque de Andrómeda con la Vía Láctea…


— ¿El choque de qué? —pregunta ella volviendo en sí de pronto.


—De galaxias, Andrómeda y la Vía Láctea chocarán dentro de cuatro mil millones de años. Está confirmado. Cada elemento tiene su  coeficiente propio de expansión, la materia y la no materia, todo, hasta las cosas que uno menos se imagina se expanden, se disuelven en un magma infinito, todo, hasta el amor, aunque nadie quiera reconocerlo, el amor también se expande y se pierde por ahí, por algún puto lugar del Universo.


—Ya…


—¿Te imaginas?  Si lo reconocieran, si alguna vez fueran conscientes, tus padres y los míos y toda esa gente que piensa que sus vidas se rigen por un orden, que se creen felices cuando la realidad es que viven con amores expandidos, difuminados… saltarían por las ventanas…


—¿Por qué tendrían que saltar?


—¡Por lo del amor!  por lo de Andrómeda no creo…


 —Pues no sé, no lo veo…tú lo sabes y no saltas… 




Son jóvenes. Él es exaltado e incapaz de soportar el peso de sus propios pensamientos. Ella ni siquiera parece darse cuenta de lo mucho que le gustan los lugares inverosímiles. Él se ha iniciado a la verdadera tristeza adulta. Ella vive una vida llena de tabiques y puertas correderas.




El mundo parecía tan distorsionado por el calor, sin nada real e irreal. El Palentino de la calle del Pez ya estaba abierto o aún no había cerrado. 


Algunos andábamos por ahí como sonámbulos buscando el fresco de la noche y el consuelo de la madrugada. Reducidos también por el calor  a nuestra condición orgánica, no éramos más que una maraña de ensamblajes eléctricos moviendo articulaciones como pasos sobre la acera,  un rumor amordazado de tuberías, un borboteo desde algún lugar remoto, un bombeo silencioso de la sangre y el café con leche.



El camarero retira las tazas de los chicos que acaban de marcharse y se apoya sobre la barra de zinc embobado en el ir y venir del ventilador, la gota de sudor  ha dejado de caer y queda varada en un surco de la frente. Al fondo del bar un hombre de la época de la movida mira hacia la calle, como esperando durante todos estos años y en esa misma mesa que sus colegas aparezcan por la puerta.



Con el amanecer llegan los primeros ruidos invisibles de los aledaños, de esas calles ocultas con recato detrás de las arrogantes fachadas de la Gran Vía. En la Calle del Pez  las primeras luces  y  esa felicidad  de las inmediaciones que ronda como perdida y que de tanto dar vueltas termina por encontrarte, una felicidad de carretera secundaria, o la felicidad llena de promesas que planea sobre la sala de cine en el momento en que se apagan las luces.



Me pregunto si éste será uno de esos  momentos  intrascendentes que nos quedan misteriosamente grabados y regresan un día con mayor plenitud incluso que el día que los vivimos.


De camino a la Gran Vía me adentro en el territorio de lo real en que el amanecer deja de ser tal cosa para convertirse en una mañana, la luz  emerge con violencia por detrás de la sombra de las arquitecturas dejando ver el paisaje de oficinas, aparcamientos, loción after shave y colonia de baño conjurando  las pesadillas de la noche calurosa.



Todo cambia, las ciudades cambian y sin embargo algunas cosas parecen tener la fuerza de seguir siendo las mismas. Cuando paseo por la Gran Vía me gusta mirar hacia arriba, las fachadas apenas han cambiado; si la vida consiste en su mayor parte en que nada quiere permanecer allá donde está, la Gran Vía parece rebelarse a esa inquietud de los cambios, como un ídolo o alguna clase de dios atemporal observa a la gente ir de acá para allá, a cualquier lugar, siempre cargando consigo misma.




martes, 26 de mayo de 2015

Tren AVE Valencia-Madrid. Extraviados a 350 km/h




A las  12:40  el  tren Ave con salida de la Estación Joaquín Sorolla, Valencia, parte con destino a la Estación de Atocha, Madrid. Los viajeros ordenados obedientemente según el número de asiento que figura impreso en nuestro billete. Unos minutos antes todo era un caos de seres perdidos buscando su sitio: se encontraron números de asientos duplicados hasta que alguien cayó en la cuenta de que se había equivocado de vagón;  alguno que llevaba asiento de pasillo ocupó la ventanilla; se intercambiaron saludos y disculpas entre el golpeteo de maletas y el roce inevitable de los cuerpos anónimos en ese espacio que iba a  ser fugaz y brevemente compartido.

Delante de mí  una mujer menuda, de la que solo alcanzo a ver una porción de pelo blanco y brillante, mueve la cabeza para dirigirse al hombre sentado a su lado. El hombre tiene ese aspecto falsamente descuidado como  de director de teatro fotografiado en algún suplemento dominical: pelo canoso, americana con camiseta de algodón oscura y gafas  Ray Ban modelo vintage.

Han quedado algunos asientos libres, en concreto toda la fila correspondiente a mi número está vacía, me expando cómodamente, ocupando el sillón contiguo con el bolso grande que llevo siempre en mis viajes dentro y fuera de la ciudad y saco uno de mis libros.

A las 12:50 el hombre de delante se percata de los asientos libres y con una rápida excusa coge todas sus cosas y  va a sentarse en la ventanilla de mi  otro lado del pasillo, dejando a la mujer del pelo blanco y brillante sin nadie con quien hablar. Sobre la mesa desplegable enciende un Mac  de última generación, guarda las Ray Ban en un estuche y saca en su lugar unas gafas  para leer. Ahí está —me digo —justo el tipo de hombre que muchas mujeres calificarían de “maduro interesante”.

A las 12:55, sin duda siguiendo el ejemplo del hombre interesante, una gran parte de los viajeros cambian de sitio abandonando a sus compañeros de viaje, en una auténtica desobediencia civil asaltan las filas de asientos vacíos y se rebelan contra el destino, que entre todos los números al azar  ha elegido los suyos y los ha impreso correlativos en sus billetes. Miro el espacio ocupado por mi bolso, me doy cuenta de que me alegro de que a mi billete no le siguiera un número correlativo,  y sigo con mi lectura sin ninguna interrupción.


La mujer del pelo blanco se levanta y camina por el pasillo hacia el extremo opuesto del vagón, cuando pasa al lado del hombre interesante sonríe con gesto indiferente y sigue adelante con paso resuelto, tratando de no parecer tan decepcionada como se siente.

A las 13:10 la rebelión parece haberse extendido por todo el tren y empiezan a llegan nuevos viajeros de otros vagones;  entre los descontentos con su suerte se encuentra una mujer  de unos veinticinco años que hace su aparición a través de la puerta de cristal y permanece de pie durante unos momentos, examinando los sitios que todavía quedan libres. Una alerta salta de repente entre los usurpadores de asientos —llevan el suficiente tiempo en ellos como para sentirse sus propietarios de pleno derecho— y desvían la mirada hacia cualquier parte, evitando ser invadidos por la nueva amenaza, que se yergue poderosa sobre unos altos tacones, falda de tubo sobre una piernas larguísimas venidas de algún lugar de Europa del Este y su pequeña maleta. En el espacio  para cuatro con la mesa de madera en el centro, solo quedan los  restos de  unos dibujos del niño que cambió de sitio con su madre. La chica coloca su maleta sobre la mesa, saca un espejo y un estuche de maquillaje, se da un toque de barra de labios sobre los labios ya pintados y la vuelve a cerrar.

A las 13:20 el hombre interesante abandona su asiento y sale del vagón pasando por delante de la chica nueva, vuelve enseguida con dos botellas de agua mineral y se sienta enfrente de ella.
Desde mi sitio puedo ver al hombre de espaldas, el elegante corte de pelo, el cuerpo tenso, sin   movimiento, apenas gesticula con las manos cuando le ofrece el agua, ella sonríe de forma tímida, un poco forzada acepta la botella y le da las gracias. El hombre lleva la conversación, ella asiente y de vez en cuando intercala alguna palabra, lo mira atentamente, los ojos son de un verde líquido, el pelo recogido en un moño alto a la moda de los sesenta de un tono entre caoba y pajizo, la palidez casi transparente de su piel, pero sobre todo la expresión de lejanía de su cara me hace pensar en estepas desoladas, deslumbrantes bajo un frío sol de invierno.

A las 13:50 anuncian que dentro de diez minutos llegaremos a la estación de Atocha  y finalizará el viaje, y a continuación la voz repite: “ Llegada a destino, tripulación preparar procedimiento”.



¿Existe un procedimiento para llegar a los destinos? ¿Existe un destino al que someterse? ¿Hay algo más allá, más concreto que las posibilidades tenues, los días arbitrarios, los paseos vagabundos?


A las 14:00 horas los viajeros comenzamos a levantarnos inquietos mientras recogemos nuestras cosas; el hombre interesante añade el teléfono de la chica en la agenda de su Iphone; ella anota el del hombre en un trozo de papel que saca de su bolso.


A las 14:10 a la salida de la estación de Atocha, desde la ventanilla de un taxi el hombre interesante hace un gesto de adiós con la mano, la sonrisa pegada en el cristal  y la mirada más allá de la calle, en algún momento y lugar largamente imaginado ; ella le devuelve el saludo y la sonrisa mientras avanza rápidamente; me adelanta por el lado derecho de la acera con sus largos pasos,  dejando una corriente de aire gélido que baja la agobiante temperatura del viento del Sáhara que ha invadido la ciudad en estos días. 

A las 14:15, en el semáforo de la Glorieta de Atocha 

enfrente del Jardín Botánico, saca un pequeño papel 

de su bolso, lo arruga y lo tira a la papelera.

domingo, 19 de abril de 2015

El Mercado de San Miguel. Una cuestión de tamaños


Esta tarde he quedado con mi amigo Carlos en el Mercado de San Miguel. El  motivo era celebrar que después de dos años vendiendo seguros por toda la provincia, se va a vender arte a la GV Art Gallery , una de las galerías más “cool” de Londres, en  Regent´s Park; y es que a veces los sueños de algunas personas se hacen realidad, aunque pensándolo bien, Carlos nunca ha sido de los que pierden el tiempo soñando.


Me pregunto por qué me habrá citado en este sitio del que siempre hemos convenido que es un timo para guiris, aunque tengo que reconocer que disfruto mezclándome en ese ambiente internacional en el que siempre son vacaciones; donde la alegría de la vida se manifiesta sin ambages al pagar seis euros por una taza de chocolate y dos churros, y los productos se exponen en los puestos con tal grado de belleza y armonía que trascienden su cualidad orgánica de simples alimentos.

He llegado pronto, incluso para los turistas es temprano para cenar y se puede pasear ampliamente por los pasillos, al pasar por la frutería me he parado a contemplar el colorido, no recuerdo haber visto nunca juntas tantas variedades de manzanas.
—Póngame dos manzanas de aquellas rojas, por favor— le he pedido al dependiente, que se toma su tiempo eligiéndolas, levantando una por una e inspeccionándolas como si fueran a pasar algún examen: elige las dos más grandes. Son unas manzanas tan cautivadoras y atractivas como su nombre: “red delicious”.


El frutero estaba pesando las manzanas cuando la señora que tenía el turno detrás de mí ha dicho:

—Oiga, discúlpeme…pero no me parece bien que le ponga las manzanas más grandes a la joven  ¿Y los que llegamos  después qué? ¿Tenemos que pagar el mismo precio por las pequeñas?

Debe tener unos setenta años, va impecablemente peinada y maquillada, no se le parece especialmente, pero por alguna razón me recuerda mucho a Lauren Bacall,  es de esas mujeres tan elegantes que parecen incapaces de incomodarse por nada, lo que me hace pensar que simplemente tiene un mal día y ha salido a la calle buscando alguien con quien pelear; pago las manzanas y me voy dejando a la señora reivindicativa y al frutero en plena discusión.
Siguiendo instrucciones específicas de mi amigo me dirijo hacia el puesto de las ostras y me siento en la mesa de enfrente ocupando el taburete contiguo con el abrigo, aún faltan veinte minutos para la hora de la cita así que me dispongo a esperar; coloco las polémicas manzanas sobre la mesa por el simple placer de mirarlas; aunque se trata de una celebración, el momento no deja de tener su parte  triste porque en el fondo es una despedida.


Una pareja de jubilados franceses se para a hacer fotos al puesto de las ostras, fotografía la estructura de madera del techo y se gira hacia mi lado de pasillo, el hombre le comenta algo a la mujer señalando las manzanas que se exhiben orgullosas sobre la mesa. Lo único que entiendo de la frase es  la palabra “formidables”. ” Formidable”, pienso: si alguno de nosotros utilizásemos esa palabra pareceríamos snobs relamidos, sin embargo es envidiable cómo los franceses la utilizan sin pudor. Siempre he pensado en el francés como un idioma capaz de transformar la realidad en una pantalla de cine,  y en los franceses como personajes  inventados, no por ellos mismos como el resto de los mortales, sino por algún guionista que planeara todas las escenas de su vida. 


La pareja pasa de largo con su charla en francés mientras siento cómo el mercado va virando de su aspecto original al formato celuloide. Han llegado dos mujeres que se sientan en los taburetes de mi mesa que permanecían libres, una a mi derecha, la otra enfrente. Vienen de compras con bolsas de ropa de marca, deben tener unos cuarenta años, una de ellas coloca a conciencia las bolsas en el suelo debajo de la mesa,  mientras la otra  ha ido al mostrador del puesto y vuelve con dos copas de cava y un plato de ostras,

—Pero entonces… ¿Era tan…tan pequeña?

—Ni te lo imaginas, en mi vida había visto cosa igual  ¡Muy mal eh…! Que dices a ver, si no te voy a pedir ser el padre de mis hijos...¡Y qué mala suerte, porque no era un mal hombre, pero qué difícil es coincidir!

—¡Ay, pobre! ¿Y qué hiciste, no se lo dirías, no?

—No, no, ahí me porté, disimulando…

—Pero te lo notaría en la cara, seguro ¡Uf… si soy yo anda si me lo nota!

—No, no. Estábamos con la luz apagada.

—Menos mal, eso acaba con el ego de los tíos de por vida.

—Sí, si…Menos mal para él, pero, ¿y yo qué?

Se miran una a la otra y como quien ha estado aguantando la risa durante mucho tiempo estallan en una carcajada simultánea, brindan con el cava y empiezan con las ostras:

—Aunque peor es lo mío, que para una vez que me encuentro con el hombre perfecto en TODOS los aspectos,  a los tres  meses se da cuenta de que “no estoy preparado para una relación”.

Pues eso, mala suerte...

—Pues sí, y más aún después de lo que he aguantado estos últimos años...¿Qué tipo de pareja puede funcionar sin atracción, sin deseo?

Suena el móvil de una de ellas y habla apenas un minuto:

—Mi ex, que hoy tampoco puede recoger a Laura de Inglés. ¡Qué hijo de su madre va a ser toda su puta vida!
Apuran las copas y salen a toda prisa cargando con sus bolsas y sus quejas.

Al fondo del pasillo veo aparecer a Carlos sonriendo con su traje de falso vendedor de seguros, Carlos es de esos tipos altos y flacos con manos grandes, que andan siempre como a destiempo, sin ritmo.

—Acabo de escuchar una conversación entre terrible y formidable, le digo antes de darle tiempo a hablar.

—Vale, vale, vale…Hold your horses, vamos a pedir que esto se está petando y luego seguimos con los cotilleos. Veamos…tienen cava y ostras pequeñas, medianas o grandes…

—¿Invitas tú, no?

—Of course my Darling —dice haciéndome reverencias con un sombrero imaginario— puedes pedir las que quieras.

—Las grandes —digo —. Elijo las grandes

sábado, 28 de marzo de 2015

En el Café Central. Esto no es una historia de amor



Los inviernos de Madrid son tan tediosamente secos que he empezado a encontrar radiantes los días de lluvia y plomizos los días soleados. Una vez leí  o escuché algo sobre unos iones negativos que se dispersan en la atmósfera cuando llueve y neutralizan la carga positiva de los seres vivos, al parecer, esta compensación  produce un equilibrio en nuestras cargas eléctricas y favorece el que nos sintamos más tranquilos y felices.

Por esta razón o por cualquier otra,  uno de los mayores placeres que encuentro en estos días es lanzarme a la calle con el paraguas y dejarme llevar. El paseo vagabundo me llevó hasta la Plaza Mayor, las tiendas bajaban las persianas y las mesas de las terrazas yacían amontonadas patas arriba atadas por cadenas como insectos en una red.

La noche caía lenta y rítmicamente igual que la lluvia;  ligeras ráfagas de viento me perseguían por los soportales, a veces silbando en silencio, otras veces me sorprendían trayendo consigo las canciones, los sueños, los rostros y las voces de otros tiempos. En el brillo de los adoquines encharcados, más allá del resplandor amarillento de las farolas me parecía ver los colores de los vestidos de verano. Un escalofrío me avisó de un ataque inminente de nostalgia y escapé por la calle Gerona hacia la Plaza de Santa Cruz; la calle de la Bolsa se veía totalmente solitaria y en mi huída fui a dar  a la Plaza del Ángel; en el Café Central esta noche tocaba el “Bob Sands Cuarteto”.


Faltaba media hora para que empezara el concierto y quedaban algunas mesas libres, elegí uno de los sofás pegados a la pared de la izquierda, desde allí hay una buena visión del escenario, del Café y de la calle a través del ventanal. Sonaba música de Jazz, un saxo llenaba el aire con sus notas voluptuosas y aniquilaba todo posible ataque de melancolía, pensé en el saxo como en un enorme cañón disparando iones negativos. Un Martini y un platillo de aceitunas —me dije —, y me asombré al pensar que la vida pudiera ser tan fácil y trivial.

De pronto la lluvia ha arreciado y las pocas personas que caminaban por la plaza han pegado sus espaldas a los ventanales en un intento de protegerse del chaparrón. Ha entrado una pareja, están totalmente empapados salvo la cabeza y el medio cuerpo de cada uno que ha podido refugiarse bajo el paraguas compartido de la chica,  sacuden el agua de sus abrigos y se sientan en una de las mesas junto a la mía, uno enfrente del otro, vienen del teatro, sobre la superficie de mármol han desplegado el programa:

—Lo que es una putada es que hayan estrenado la película el mismo año que la obra, dice él.

—Sí , aunque no tienen nada que ver, la peli da miedo, pero la obra…es que hay momentos en que no te deja ni respirar.

—¿ sí? ¿Has pasado miedo?

—Sí… miedo, miedo, no, ya me entiendes, pero es que en el teatro es… tan real… ¿no?

La camarera ha dejado sobre la mesa el platillo con las aceitunas y una pequeña servilleta sobre la que coloca mi copa. El primer sorbo de Martini tiene la misma calidez que la música,  en la mesa de al lado siguen hablando, ahora sobre películas, citan de memoria  frases de los protagonistas, de algún secundario y recuerdan hasta el mínimo detalle ciertas escenas, la música, el vestuario…, también hablan de novelas, de personajes de comic…como los superhéroes que les gustan, ellos parecen tener el poder de dotar de vida todo lo que tocan, incapaces de aburrimiento.

De pronto él dice:
—Entonces…¿adónde vamos ahora, a tu casa o a la mía?

—¿ tú a tu casa… y yo a la mía…?

—Pero entonces…¡Me has traído engañao!

—No, no, no…te dije que si querías que fuéramos juntos a ver esta obra porque dijiste que te apetecía, y también te dije que iríamos siempre que fueras capaz de no intentar otra vez acostarte conmigo, y dijiste que por supuesto, que a ver si me creía que eras un salido o algo así.

—Sí, sí, y también te dije que me parecía bien, pero que sería más divertido si además de ir al teatro terminábamos la cita con una noche de sexo salvaje en tu casa o en la mía, y tú no dijiste nada.

—¿y?

—Pues eso, que no dijiste que no, o sea que es que si.

—No dije que no porque todos tus emails, traten del tema que sea, terminan siempre con la misma bromita sobre acostarte conmigo.

—¡Claro, claro que te lo digo en todos los emails, pero no es ninguna broma!

Él tiene ese atractivo de los hombres despistados, la americana le cae de cualquier forma sobre los hombros, el pelo algo escaso se retuerce encrespado por la lluvia, lo que le da un aspecto tiernamente desastroso, sus ojos son azules, grandes y expresivos, parece nervioso, sus manos se mueven sin parar, si alguien me preguntara diría que me gusta ese tipo, y lo que es más importante, diría que a la chica también le gusta él.

—Ya veo que no te gusto nada, dice él.

—Claro que me gustas, pero somos amigos y no lo vamos a estropear.

—¡Ah…el clásico de te quiero como amigo!  Pues no sé por qué se iba a estropear, te iba a tratar mejor que esos capullos de internet con los que te lías.

Ella explota en una carcajada que ahoga inmediatamente con un trago de cerveza. Es de esas bellezas rubias de pelo lacio, etéreas, que se deslizan sin hacer ruido, protegidas de sí mismas dentro de una burbuja de majestuosa reticencia.

—Esos  no cuentan, dice  levantando la cara de la caña de cerveza.

—¿Ah no? ¿Cómo que no?, dice él.

—Porque sólo son eso, “capullos de internet”, aparecen y desaparecen con un “click”.

—¡Si, ya…! ¿Y cuando te los estás tirando tampoco cuentan?

—No.

—¿no?

—no.

Se han quedado callados, ella mira  hacia el techo, hacia las lámparas que iluminan la barra, a las notas que flotan en el aire, la mirada va y viene persiguiendo algo, dentro del café hay palabras sobrevolando por encima de las cabezas de la gente, ahora él también las ha visto, las persigue, pero esas palabras tienen alas fuertes y poderosas y escapan por las ventanas hacia la Plaza del Ángel.

La camarera vuelve para que paguemos la cuenta porque va a empezar el concierto. Se van. Él la ayuda a ponerse el abrigo:

—¿Te acompaño a Ópera?

—No hace falta, y con la que está cayendo,  Sol te cae más cerca.

—Que sí, que te acompaño, además de aquí a Sol no, pero a Ópera igual me da tiempo a convencerte de que cambies de idea…

Ella le mira como a punto de regañar a un niño que ha metido las tijeras en un enchufe.

—¡Vale, vale, vale…tú ganas, esto si era una broma!

Salen del café riéndose con esa risa espontánea del que se ríe de sí mismo. Entre los aplausos del público, se apagan las luces y empieza a sonar la música en directo, es buena hora para un  segundo Martini.


miércoles, 28 de enero de 2015

UN HOMBRE CON UN CHAQUETÓN AMARILLO



Hace unas semanas me encontré con un hombre que siempre consigue lo que quiere. Un  hombre que en caso de naufragio, de forma entusiasta e incluso jovial, tomaría las riendas de la situación y ordenaría perfectamente a los pasajeros en los botes salvavidas, con la misma vivacidad concentrada de un niño inventándose las reglas de un juego.


Era la tarde de Reyes. Yo había quedado para ir a la sesión de las nueve, pero había llegado pronto y en parte para hacer tiempo y para esconderme del frío de la tarde, entré en una de esas  zapaterías baratas de la Calle Montera.

Uno siempre sabe adónde va y camina con determinación cuando anda por la Calle Preciados o la Calle Carmen. Incluso cuando nos cruzamos con miradas a las que la rutina ha vuelto impasibles y transitan por la calle de forma autómata y fantasmagórica hay un orden, un ritmo constante, un fluir de transeúntes armónico y equilibrado. Esto no ocurre así en la Calle Montera, donde todo es un caos de gente que sube hacia la Red de San Luis, o baja hacia Sol, cruzando de un lado a otro de la acera sin ningún propósito, mezclándose con compradores de oro, prostitutas, clientes, policías, “tattoos”,  maletas chinas, tiendas de novias…


Faltaba sólo media hora para que cerrasen la zapatería. En la tienda había pocos clientes y los dependientes, tres jóvenes que no llegaban a los treinta, charlaban de pie alrededor de la caja registradora. Sonaba una emisora de radio a todo volumen, en la que una voz de chica, aguda como los alfileres, presentaba el próximo tema con un entusiasmo que me pareció falso o tal vez sobreactuadamente alegre.

El hombre entró en la zapatería y se dirigió directamente a los dependientes interrumpiendo la conversación.
—¡Muy buenas…! ¿Cordones para zapatos tendréis? ¿Sí?
Era un hombre grande, corpulento, de voz potente y sonora. La pregunta llenó el aire de la zapatería anulando a la locutora de radio; vestía un chaquetón amarillo que me recordó en parte al de los pescadores que aparecían en los antiguos anuncios de Nescafé.
Los dependientes pararon en seco la conversación y se volvieron para mirarle.

—No, eso en algún taller de reparación de calzado, de esos dónde también hacen llaves… o ahí mismo en El Corte Inglés… —contestó el más alto de los tres.

—¡No, por Dios! —exclamó el hombre extendiendo los brazos hacia el frente, abriendo las manos a modo de escudo protector y girando la cabeza hacia un lado como quien tiene delante algo espantoso.

—En la planta sótano, ahí mismo cruzando la calle…—insistió el chico.

—¡Sí… si sé dónde es, pero por Dios! ¿No me harás ir al Corte Inglés justo antes de la noche de Reyes?   ¿Puede haber alguien capaz de meterse allí? —Ahora se llevaba las manos hacia las sienes, negando con la cabeza, y soltando luego los brazos para mirar hacia arriba con gesto de desamparo.

El hombre resultaba cómico y a la vez creíble en su desesperación fingida. Los dependientes no pudieron aguantar una sonrisa y todos los que curioseábamos por  la tienda permanecíamos atentos a la escena; estábamos con él, era una locura entrar en El Corte Inglés a esas horas, y como si fuera “el bueno de la película” queríamos que ganara. Iba acompañado por una mujer que se situó en nuestro mismo plano  y parecía tan divertida como todos los demás.

—¿Para qué tipo de zapatos son? —preguntó el que debía ser el encargado.

—Para éstos —dijo el hombre, y se levantó un poco los pantalones dejando ver unos Camper de ante marrones con cordones verdes y unos calcetines rojos—. No hace falta que sean verdes, unos marrones o de tonos beige también valdrían.

—¿Estos mismos? —dijo el vendedor; sacó de debajo de la caja registradora un par de cordones de tono beige, y se agachó a los pies del hombre para comprobar que iban bien con el color del zapato.

—¡Qué grande, tío… Éstos van de puta madre!

El encargado lanzó el hatillo de cordones al aire y el hombre los agarró al vuelo.—¿Te doy algo, o te doy las gracias…? –preguntó empuñando el hatillo en alto como quien sostiene un trofeo, pletórico de felicidad.

—¡No. Sí, venga… Dame un abrazo! —contestó el chico, sin duda contagiado como lo estábamos todos por el buen humor del hombre.

El vendedor y el hombre se abrazaron, se despidieron alegremente y el hombre y la mujer que le acompañaba se perdieron en el caos de la Calle Montera.

De camino a los cines Ideal la gente se apelotonaba en las aceras comprando los últimos regalos. Los calcetines rojos me daban vueltas en la cabeza. ¿Un Santa Claus disfrazado de hombre que ha olvidado quitarse sus calcetines? ¿Y qué pensaría Mr. Scrooge de haber estado en la zapatería?

lunes, 12 de enero de 2015

DIVINIDAD PERRUNA



Este fin de semana estoy cuidando a la perrita de un amigo que está de viaje; es un cachorro de golden retriever  de solo tres meses de edad, a la que han puesto el extraño nombre de “Reunión”. El viernes sobre las siete de la tarde el conserje de la casa de mi amigo me hace entrega de unas llaves del piso y de la perrita, con su nota de instrucciones. Mi amigo vive en el Paseo del Pintor Rosales y el lugar de recreo de los perros y demás habitantes del barrio es el parque del templo de Debod.

Poder contemplar, tocar las paredes, pisar los bloques de granito y hasta curiosear dentro de un auténtico templo del Antiguo Egipto, es algo que me fascinó especialmente cuando vine a vivir a Madrid; son muchos los paseos vagabundos que recuerdo por el templo en las noches de verano rodeado de turistas, y deshabitado en los amaneceres de invierno cuando el agua se congela en el estanque y la brumosa luz de la mañana apenas consigue proyectar una tímida sombra de su misteriosa anatomía. Según avanza el día el templo se va desperezando de su sueño con vuelos de golondrinas y cantos de muecín cruzando el cielo de La Baja Nubia, "¡Cómo tiene que echar de menos el sol de África!", pensamos todos los que paseamos por allí.


La perrita corre desaforada y torpe escaleras arriba al encuentro de sus amigos;  hay un alboroto inusual de ladridos y un murmullo de personas reunidas a los pies de la capilla de Adjalamani situada en el interior, junto a la pared norte;  unos ojos rojos surgen desde dentro del pequeño habitáculo taladrando la oscuridad que se va extendiendo por el cielo a esta hora de la tarde; el vigilante del templo entra y sale de la capilla intentando atrapar esos ojos rojos; se trata de un perro tenebroso y brillante como la noche que aparece y desaparece; algunos cachorros se han lanzado a cruzar el estanque siguiéndole y corretean nerviosos ladrando entre los pilonos. No se sabe cómo, porque su acceso está siempre cerrado,  el perro ha logrado encaramarse a la terraza superior de la capilla y desde allí domina todo el promontorio, poderoso, sobrenatural, autoritario como el mismo dios Anubis convocando a los muertos con sus aullidos para la ceremonia del peso de las almas.


El vigilante viéndose incapaz de solucionar la situación ha llamado a los Municipales que  se presentan al momento, entrando en el templo y agarrando uno tras otro los cachorros que se resisten ladrando como enloquecidos; un yorkshire terrier con coletas y lazos escoceses muerde la mano de uno de los policías, que en un puro movimiento reflejo se sacude al perro  como si fuera un mosquito, lanzándolo al césped del otro lado del estanque.

—¡Oiga, oiga usted, animal…Que va a matar a las pobres criaturas! – grita la dueña del Yorkshire, una señora con la voz tan chillona como el ladrido de su perro.
—¡Esto lo que es,  es un abuso de autoridad! —afirma con voz sonora un señor de traje y corbata,  sujetando por la correa un viejo mastín que contempla la escena con total indiferencia.

—¡Es ese perro loco otra vez!— Dice alguien del grupo de los dueños de los perros —¡No deberían dejar que ande por ahí suelto...hasta que pase algo!.

Dos tipos con rastas y jerseys de lana gorda pasan de largo lanzando una pelota a un pointer de pelo largo y a un braco que corre tras ella con la potencia de un caballo.



El perro sale del templo triunfante y ajeno al barullo que hay montado a su alrededor y se dirige a la parte lateral del parque que da a Pintor Rosales, parándose junto a una mujer que se inclina ligeramente para acariciarle la cabeza y le dice algo al oído; la mujer lleva un sombrero con redecilla, traje con  falda lápiz, medias con costura y zapatos con tacón de aguja, todo estilo años cincuenta, la calle parece haberse vuelto en blanco y negro, aparcados en las aceras se pueden ver glamurosos mustangs convertibles, y enormes buicks con las aletas redondeadas y brillantes; unos hombres con zapatos bicolor pasan a su lado charlando con cigarrillos sujetos entre los dedos; ella y su perro caminan elegantes y mundanos, la puedo ver sentada en la recepción de un hotel, en un país  lejano y exótico, ojeando indolentemente una revista mientras espera que el botones transporte sus  maletas y baúles, y el perro echado a sus pies con la cabeza erguida, supervisando cada  movimiento a su alrededor.

Los ladridos de Reunión me devuelven a la vida real, corretea detrás de unas lucecitas que cambian del rojo al verde, esta vez no se trata de unos ojos sino de un chihuahua pequeño que lleva un collar  “navideño”.
—Es para no perderlo—, dice su dueña señalando el artilugio como si me hubiera leído el pensamiento.

Saco la bolsa de chuches en un intento de soborno para que Reunión se acerque y ponerle de nuevo el arnés, “no debería haberla soltado”, pienso, pero no parecía tan difícil pasear a un cachorro.


De vuelta a casa,  antes siquiera de que me dé tiempo a sacar mi llave, Bernardo abre la puerta solícitamente con su impecable uniforme azul; el portal es un maremágnum de espejos, mármoles de colores, reflejos de arañas de cristal y dorados a los que Bernardo saca brillo con un paño constantemente; la puerta del ascensor se cierra justo a tiempo de ver que en él viajan la señora elegante y "Anubis", encima de la cancela dorada la serie de luces se van encendiendo según sube el ascensor y se para justo en el piso encima del nuestro.

El apartamento de Fernando ocupa toda una planta del edificio, debe tener unas veinte habitaciones entre dormitorios, salitas de estar, despacho, biblioteca, sala de música, gabinete y una galería acristalada que comunica las diferentes zonas a través de un amplio patio interior. Algunas habitaciones se comunican entre sí directamente, otras dan a un largo pasillo y toda la casa en general parece un laberinto de estancias, cada una de ellas con un color diferente en las paredes, llenas a rebosar de muebles y antigüedades  de sus antepasados.
En el recibidor, sobre la cómoda de nogal encuentro unos juegos de sábanas y un edredón  junto a una nota: “Elige la habitación que prefieras, hay cena en la cocina y los bombones que te gustan. Gracias, te debo una.”
La casa siempre me ha sido amistosa pero distante; agarrada a la ropa de cama voy paseando de una habitación a otra,  las paredes están llenas de cuadros y viejas fotografías familiares, “nunca sabrás nuestros secretos”, parecen decir con cada crujido de la tarima mientras me siguen con la mirada; el gabinete está presidido por el retrato al óleo de un antepasado  Capitán de navío en la Guerra de Cuba, tiene el porte aristocrático que reconozco en mi amigo y una viveza agazapada  a la espera de que todos duerman para  saltar del cuadro y ponerse a trabajar con sus cartas , astrolabios, sextantes, brújulas y demás instrumentos de navegación que llenan las estanterías;  la mirada es irónica, parece intercambiar mensajes en clave con los ojos redondos de  las estatuillas de vudú, y las cuencas vacías de los fetiches yorubas que cuelgan  a su alrededor.
 La señora elegante y “ Anubis” andan de un lado para otro en el piso de arriba, junto al sonido de los tacones hay otro desconocido,  como un arañar de madera o un termitero gigante,  me siento caer en un frenesí de aprensión cada vez mayor, necesito encontrar un rincón tranquilizador para pasar la noche, recuerdo el sofá de terciopelo azul frente a uno de los balcones que dan a Rosales, aquí la luz de la calle inunda la estancia y dota a los objetos de una cotidianidad inofensiva, y arrullada por el suave rugido del tráfico nocturno consigo dormir, se dejan de escuchar una tras otra las horas del carillón de la entrada. La perrita duerme a mi lado y da pequeños respingos. No es hasta  la madrugada, cuando los sonidos adquieren esa claridad nítida y estremecida, cuando creo oír los aullidos de “ Anubis”, o quizás estoy soñando.

Hay algo heroico en la forma en que algunas calles intentan sobrevivir al paso del tiempo, una rebeldía polvorienta  que se agarra a un pasado glorioso de uniformes apolillados en los armarios. El Paseo del Pintor Rosales se muestra a veces con ese aire anacrónico de los grandes desfiles militares, de un mundo en el que todo era blanco o negro y la ciudad funcionaba obediente a golpe de reloj.

Por la mañana nos encontramos de frente con la señora elegante y “ Anubis”, su cara aparece lánguida  debajo de una gruesa capa de maquillaje, y la sombra azul, en lugar de acentuar la mirada solo consigue que sus ojos resulten más perdidos entre los pliegues de sus párpados; ya no lleva los glamurosos tacones sino unos zapatos planos de lluvia y un abrigo que desborda por completo su pequeño cuerpo de huesos encogidos  por el paso de los años;  el poderoso "Anubis" no es sino un viejo podenco de caminar tan lento como el de su dueña.

En la acera del Paseo todo es un puro ajetreo de camareros con chaquetilla colocando las mesas en las terrazas y camionetas de reparto aparcadas en doble fila; a través de las ramas desnudas de los árboles el sol de invierno deslumbra con el brillo y la incertidumbre de los nuevos amantes; Reunión tira del arnés en dirección al parque dando saltitos impacientes.