sábado, 1 de noviembre de 2014

LA FUGITIVA




En la calle Santa Isabel, un poco más abajo de la Filmoteca,  se encuentra  uno de esos cafés-librería  que  surgieron por el centro de la ciudad, y que se han puesto de moda últimamente. Creo recordar que el local  pertenecía a una antigua tienda de ropa, y conserva de aquélla, la esquina en escaparate  y los expositores acristalados en las fachadas, ocupados ahora por libros, revistas y anuncios literarios. El estilo intemporal de las vitrinas, con las maderas teñidas de azul y los cristales envejecidos, se integra de forma natural en el puzle  multicultural en que se ha convertido la calle,  conviviendo con el taconeo flamenco que rompe el aire  a través de las ventanas de la escuela de baile,  los olores castizos del mercado y las voces de los habitantes del barrio llegados de países que antes nos parecían lejanos. Todo ello da a la calle esa sensación de placidez y transitoriedad de un viaje, la de un paseo donde todo es  a la vez nuevo y gastado.

La Fugitiva–así se llama el café-  tiene una estrecha puerta de entrada, empotrada en la fachada que da a la calle principal,  entre los dos grandes escaparates de cristales redondeados,  también es de cristal, pero los carteles con anuncios y consignas de todo tipo, la llenan por completo y apenas dejan ver el interior. Se abre con aquel ligero gemido con el que se abrían antes las puertas de las tiendas  y que hacía que los clientes que  esperaban sin prisas o con resignado aburrimiento, girasen la cabeza todos a la vez  para mirar al recién llegado,  haciéndole sentir a uno tan sospechoso como “el malo”  de una película del Oeste entrando en el “saloon”.



 Pero no es el caso, el local es silencioso salvo por el crujir de la tarima de madera y el murmullo de alguna conversación en las mesas de los escaparates con vistas al exterior. Sin duda es ese silencio el culpable de que magnifique el sonido de la puerta. Acceder de pronto a la quietud de la sala te hace recuperar  tu ser individual y despegarte del amasijo ruidoso de la calle del que formamos parte sin darnos cuenta.

Los libros de las estanterías cubren por completo las paredes, y en el centro, alternando con las columnas de hierro de la antigua tienda, hay dos grandes mesas repletas de ejemplares apilados. Al fondo, entre cajas de té se esconde una pequeña barra.



Casi siempre está lleno, pero hoy al pasar por delante he visto que una de las dos mesitas dentro del escaparate principal, en concreto la de la esquina, la que permite una visión global de todo el local estaba vacía, y me he lanzado a ocuparla sintiendo una ligera excitación de triunfo, por fin había llegado en el momento justo en que quedaba libre la mejor mesa, la mesita ganadora.

Mientras ojeo la carta de tés se acerca la camarera-librera-chica que atiende, es tan delgada que el ancho jersey granate ondea siguiendo sus propios movimientos ajeno al cuerpo que se oculta en el interior, cuando me pregunta qué voy a tomar, compruebo que su voz es tan delgada como su cuerpo y su mirada tan suave como los furtivos pasos que apenas consiguen resonar sobre la tarima cuando anda.

Aún no he decidido qué tomar,” un chocolate” , digo por fin sin mucho convencimiento, entonces me sugiere la oferta de merendar, un té con una de las tartas caseras, en concreto, si le gusta el chocolate, dice, tenemos una tarta vegana  buenísima.  “¿No es así?” Le pregunta al chico que ocupa la mesa junto a la mía. El chico está escribiendo en un portátil, y tiene sobre la mesa la programación de la Cineteca, lleva unos enormes auriculares inalámbricos, que se quita y se pone de vez en cuando, y el brazo y la pierna que puedo ver desde mi lado exhiben grandes tatuajes de colores. Si, está buenísima ­–exclama- si te gusta el chocolate, es puro chocolate. La idea es tentadora, no recuerdo cuánto tiempo hace que no he tomado tarta de chocolate, y aunque no tengo hambre pido la oferta de merendar.

Saco un par de libros del bolso y los coloco encima de la mesa, hasta decidir cual seguir leyendo, mientras llega la chica que atiende, con la tetera y más tarde con la prometida tarta.
           
Echo una nueva mirada por la sala disfrutando de mi sitio privilegiado, empiezo a sentir la mesita como realmente mía, como el que se sienta en su sillón favorito, me pregunto si será por eso por lo que la gente va sola a los cafés ¿quizás para encontrar otras mesas y sillones favoritos?.

Enfrente, pegado a la pared, en el rincón de la derecha, hay otro chico escribiendo, lleva camisa de algodón azul claro, metida por dentro de los pantalones de loneta beige, gafas con montura metálica y el pelo pulcramente cortado al estilo tradicional de las peluquerías de caballeros. Su aspecto formal se corresponde con su actitud concentrada, no aparta la vista de la pantalla del portátil, sobre la mesa tiene un café a medio tomar, seguramente ya frío y al que no hace ni caso. Me recuerda a los opositores que llenan la biblioteca del Ateneo.

 El té verde está en su punto justo de amargura y la tarta verdaderamente es puro chocolate. Apenas la he terminado cuando mi vecino quitándose los auriculares se vuelve y pregunta “¿qué tal la tarta, buena?” “ Buenísima­”, le respondo “ Gracias, ha sido un buen consejo”, y no digo más, aunque el chico me produce la gran curiosidad que siempre me produce la gente que escribe.

Sigo leyendo y a ratos miro por la ventana, la calle está cada vez más concurrida según avanza la tarde, la luz amarilla de las farolas, el golpe seco de las persianas metálicas contra el suelo y los cubos de agua sucia tirados sobre las aceras del mercado, parecen ser la señal para que el ajetreo de los transeúntes se vuelva lento y cambien la expresión decidida de ir a alguna parte, por la de incertidumbre de quien acude a una cita, o vuelve a casa solo, y no sabe cómo se va a sentir.

Vuelvo al libro y a mirar a la calle, mi vecino sigue escribiendo, la camarera-librera-chica que atiende recorre las mesas ofreciendo rellenar la tetera con un poco más de agua y así, aprovechar más la infusión. Es la primera vez que veo hacer eso en un café. No se puede ser más amable.

Mi vecino se levanta y me pide que vigile sus cosas mientras va al baño.
-¿Qué es lo que escribes? – me atrevo a preguntarle por fin cuando vuelve.
- Monólogos- dice- no al estilo americano, sino con más personajes, teatralizados.
-¿Monólogos dialogados?...curioso- digo-.

Se llama Javier, su novia es actriz y han creado una especie de compañía de teatro, Love Nest Entertainment, actúan en salas pequeñas y con la entrada se incluye una consumición.

-¿tú también escribes?- Es bastante más alto de lo que aparentaba, gira un poco la silla hacia mi lado y se sienta apoyando los antebrazos en las rodillas, se lleva una de las manos a la cabeza en un gesto de enderezar la maraña de pelo negro que le cae ante los ojos.

- Más bien lo intento, pero mis personajes nunca se encuentran.

- ¡Ah...ya! Algo así como historias de vidas cruzadas, como esa película… ¿Has visto Paris Je t´aime?

-Sí, vi la película, pero no es eso. Es más el caso de que el asesino y la víctima viven en el mismo edificio, por ejemplo uno en el segundo piso y otro en el noveno. Entran y salen de casa a distintas horas, cuando uno sube en uno de los ascensores, el otro baja por el otro, o por las escaleras…el caso es que no consiguen encontrarse, no hay asesinato y me dejan sin historia.

-¡Jaja…! Es coña ¿no? –Cuando se ríe se inclina hacia adelante mientras con el dedo índice empuja las gafas de pasta hacia los ojos que se van agrandando más y más según se le acercan los cristales.

-Sí, bueno, en parte sí…- le digo a medias sonriendo, a medias excusándome -se trata de personajes que viven en distintos barrios de la misma ciudad y se cruzan constantemente.

- Hummm…quizás podrías poner a uno o dos personajes, “en plan más protagonistas”, que aparezcan en la mayor parte de los relatos y que se encuentran con otros secundarios…

Mi vecino de mesa ha resultado ser un torrente de ideas, las voy anotando en una de las hojas que llevo siempre entre los libros. Durante un buen rato le damos vueltas a tramas cada vez más inverosímiles, cuando me doy cuenta el folio está casi lleno de anotaciones, Javier se pone los auriculares y vuelve a su pantalla.

Sigo leyendo. De una de las mesas del fondo me llegan retazos de una conversación que poco a poco va subiendo de tono. Son dos chicas, una de ellas tiene acento argentino y la otra mexicano. Las dos son muy guapas, tienen ese tipo de belleza silenciosa, que a primera vista puede pasar desapercibida. Por la conversación deduzco que son actrices:

-¡El problema es que vos no creés en ti misma!
-¡No! Ya te dije, el problema es que aunque mi papá consienta en darme la plata, mi mamá siempre estará ahí para impedírselo.
-¡El texto está bárbaro, el director, el equipo, el local es rebueno, vos sos la nueva Audrey!  Y tu viejo, con toda esa guita para llevarse a la tumba…

Suena la musiquita de un móvil. La chica con acento argentino coge el teléfono de encima de la mesa  y sale a hablar a la calle. Desde el ventanal camina arriba y abajo de la acera asintiendo con la cabeza y moviendo la mano que le queda libre con energía, intentando convencer de algo a la persona al otro lado de la línea.

Se está haciendo de noche, la camarera-librera-chica que atiende sale de la trastienda envuelta en un chaquetón de lana gris, y se marcha por Santa Isabel hacia abajo, la vemos desaparecer ante el escaparate cargada con un bolso enorme.

La chica de acento argentino vuelve a entrar al café y se sienta junto a su amiga.

Desde que se ha ido la camarera-librera-chica que atiende, apenas nos damos cuenta, pero todos nos hemos quedado un poco más tristes. Incluso el “opositor” de la esquina está mirando al vacío a través del ventanal, puede que incluso soñando despierto sin una programación previa, una pérdida de tiempo que quizás le costará perdonarse.

Me levanto y voy a pagar a la barra, en sustitución de la camarera-librera-chica que atiende, ahora hay un chico en la caja y otro que recoloca los libros de las mesas.

Me despido de Javier, se quita los auriculares y me da una tarjeta con su web –No dejes de venir a vernos, es aquí al lado- dice- ¡Ah! Y no te olvides de volver a ver París Je t´aime.



                              Para Jacobo, Kike, y Clea, que mantienen a resguardo fugitivos y vagabundos.


5 comentarios:

  1. Muy bueno. Continúa así.

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  2. Quiero probar esa tarta!!
    Siempre que te leo me gustaría que siguiera, espero que pronto se encuentren tus protagonistas!

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  3. ¡Hola! Descriptiva incisiva y sensible. Me encantó tu narración. Espero que ese libro vaya cogiendo forma.

    ¡Un saludo!,
    Javier

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  4. No he podido dejar de leer... Enganchada me he quedado, creo que con eso, lo dije todo. Sigue así, gracias Carmen, por permitirnos leer algo especial.

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  5. Es fantástico cómo plasmas en tu relato ese pequeño mundo de sensaciones que conforman un local con encanto. Pisé esa tarima, la oí crujir, tomé un café y percibí lo que has descrito con tanta calidez. Gracias por llevarnos de la mano con tus relatos.

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